Viajar en la antigüedad era algo difícil, lento, caro y peligroso. Para la inmensa mayoría de la población la vida transcurría prácticamente en su totalidad en el espacio que podían cubrir a pie entre la salida y la puesta del sol, lo que venían a ser como mucho unos treinta o cuarenta kilómetros a la redonda del lugar donde uno vivía. Sólo los soldados, comerciantes y otras gentes de mal vivir tenían la oportunidad de ver mundo, pero al precio de pasarse meses, cuando no años, lejos de casa, si es que tenían algo a lo que poder llamar así. El Imperio Romano se había preocupado de construir una extensa red de carreteras, la mayoría de las cuales siguió en uso durante el siguiente milenio, o más. Son las conocidas Calzadas Romanas, una red de transportes que abarcaba un enorme recorrido desde el Océano Atlántico al Mar Rojo, pasando por las Islas Británicas o el Mar Negro.

La Via Apia, en Roma
Moverse por ellas no era precisamente sencillo, ni barato. Construidas originalmente para el transporte de soldados, contribuyeron en gran medida al auge del comercio y al esplendor del Imperio. Gracias a las calzadas, las tropas podían trasladarse de un extremo al otro del imperio con una velocidad insólita para la época, y que, por cierto, tardaría más de un milenio en ser igualada. Las calzadas eran (y muchas aún son) sólidas construcciones que unían las principales ciudades y puestos avanzados del Imperio. Desde el remotísimo enclave de Berenice, casi en el actual Sudán, hasta el Muro de Adriano (la frontera entre Inglaterra y Escocia), la red de caminos del Imperio llegó a tener nada menos que cuatrocientos mil kilómetros de longitud en el siglo III de nuestra era, de los que casi la cuarta parte estaban pavimentados.

Estructura original de una Calzada Romana. Debajo, un esquema similar con añadidos posteriores tomado de una calzada en Rochester, Reino Unido

Las calzadas romanas más importantes, las pavimentadas, eran construidas y mantenidas por el Estado, con la colaboración de las ciudades y propietarios de los terrenos que atravesaban. Son las llamadas Viae Publicae o Vías Públicas. Podían tener anchuras de hasta 12 metros. Otras vías, más estrechas, unían entre sí las distintas ciudades que las vías principales dejaban a un lado. Del mantenimiento se encargaba un funcionario estatal denominado Curator Viae (cuidador del camino). La excepcional red de caminos permitía alcanzar velocidades de 30 kilómetros al día para marchas a pie, velocidad que se duplicaba cuando los que transitaban por el camino eran soldados trasladándose de algún punto del imperio a otro o si se utilizaba algún vehículo tirado por caballos, como un carruaje o un vagón.

El primer cuentakilómetros de la Historia: gracias a conocer exactamente las medidas de la circunferencia de la rueda, se podía medir cada cuanto tiempo se había recorrido una milla (aproximadamente 1.500 metros). En este caso, cada 400 vueltas de la rueda una piedra caía en el cuenco, indicando otra milla más recorrida. Era muy útil para los constructores y oficiales encargados del mantenimiento de la calzada y de ponerle precio al transporte . Debajo, un miliario, hito que marcaba cada milla (en teoría, en la práctica evidentemente no) de las calzadas romanas. Este en concreto está en Cáceres.

El correo del imperio, sin embargo, podía permitirse el lujo de sobrepasar esas velocidades con creces. Circulando durante las veinticuatro horas del día y cambiando de caballos en cada puesto avanzado, podían llegar a una media verdaderamente enorme para la época: 250 kilómetros al día. Algunos casos documentados son los de un mensajero especial de Roma a Clunia (actualmente Coruña del Conde, en la provincia de Burgos) que recorrió casi 2.000 kilómetros en poco menos de una semana, u otro mensajero que fue desde Mongotia (Mainz, Alemania) a Durocortorum (hoy Reims, Francia) y de ahí a Roma, totalizando más de 2.100 kilómetros en nueve días. Pero esos eran casos extremadamente raros. Normalmente un viaje de dos mil kilómetros por tierra suponía un mínimo de un mes o mes y medio. Por mar las distancias eran más asequibles, pero igualmente se viajaba lento. Un barco de Gades (Cádiz) al estrecho de Messina en Sicilia tardaba entre dos y tres semanas (por tierra habrían sido tres meses).

Una calzada romana en el Reino Unido

Una calzada cerca de Zaragoza. Nótense los surcos dejados por las ruedas de los carros
Las calzadas romanas eran un lugar peligroso. Pensemos brevemente en la situación. Caminos amplios y bien mantenidos que atravesaban centenares de kilómetros de bosque, o meseta, o pastos, con unas pocas aldeas y puestos salpicando el recorrido entre las grandes ciudades. Cualquier viajero que no fuera bien pertrechado o formando parte de una caravana grande era la víctima perfecta de las bandas de salteadores y maleantes, una constante en cualquier viaje hasta bien entrado el siglo XIX. De noche, obviamente, no se viajaba casi bajo ningún concepto, por lo que a lo largo del camino había pequeños albergues, a veces con establos, para poder descansar del largo camino.

Mapa de las vias romanas en Hispania según el Itinerario de Antonino
Además de peligroso, viajar en la antigua Roma era también caro, especialmente por Tierra, y siguió siendo así durante un milenio y pico, más o menos. Sólo viajaba quien tenia buenos motivos para hacerlo, ya fueran económicos o, más a menudo, militares. Un viaje largo por tierra en carruaje podía llegar a costar del orden de un denario por kilómetro. Según la biblia un denario era el sueldo diario de un trabajador, así que puede uno hacerse a la idea del enorme esfuerzo económico que suponía moverse por el Imperio.

El Imperio Romano alrededor del año 125 de nuestra era. Se indican las principales calzadas romanas de Europa y el Norte de África.
El recorrido de las vías imperiales nos ha llegado a través de multitud de fuentes, entre las más importantes se encuentra el Itinerario de Antonino, redactado supuestamente en el siglo III de nuestra era (y del que se conserva una copia del siglo V), que recoge 372 rutas con sus distancias, mansios y demás datos de interés para cualquier viajero. Otra de las fuentes históricas más importantes es la Tabla Peutingeriana, un pergamino del siglo XIII copia de otro del siglo IV que no ha sobrevivido. El mapa de la tabula cubre desde España (aunque esa sección ha desaparecido) hasta nada menos que la India, indicando recorridos, distancias y demás. Una tercera fuente, que recoge más de 5.300 referencias, es el Anónimo de Rávena, aunque está más corrupta que las demás por todos los añadidos posteriores, pero también es la más sistemática.

Roma en la Tabula Peutingeriana
Resulta difícil hacerse a la idea de lo que suponía la experiencia de embarcar, por ejemplo, en Gades para dirigirse a Alejandría, o cruzar la Península Ibérica entre Corduba y Caesar Augusta. Pero gracias a un software desarrollado por unos simpáticos alumnos de la Universidad de Stanford, al menos podemos hacernos a la idea de cuánto se tardaba para cada recorrido.
http://orbis.stanford.edu/#map