jueves, 1 de diciembre de 2011

Las islas Saint Kilda

Después de cómo mínimo dos milenios, el 29 de agosto de 1930, fueron evacuados los últimos 36 habitantes de Saint Kilda, una de las comunidades más aisladas del Reino Unido, que hasta mediados del siglo XIX había vivido casi sin contacto con el mundo exterior. Finalmente, las influencias externas habían acabado arruinando su modo de vida propio marcado por la autosuficiencia.



No se conoce de la existencia de ningún santo con el nombre de Kilda, por lo que existen diferentes teorías que intentan explicar el nombre del archipiélago, que aparece escrito por primera vez en un mapa holandés de 1666. Una de las que cuenta con más adeptos sostiene que el nombre proviene por degeneración de “sunt kelda”, pozo de agua dulce en nórdico antiguo.

El archipiélago está formado por varias islas. La más grande, de unas 670 hectáreas, se llama Hirta y es donde se encuentra el punto más alto de todo el archipiélago, Conachair, de 430 metros. La siguen Soay, de apenas 100, y Boreray, de 86. El archipiélago forma parte de las Hébridas exteriores aunque está situado a 64 kilómetros del resto de islas de ese archipiélago.

Es precisamente este aislamiento el que ha permitido a Saint Kilda ser el hogar de dos subespecies endémicas, el chochín y el ratón de campo de Saint Kilda. En el pasado había una tercera, el ratón doméstico, pero después de la evacuación de la población humana acabó desapareciendo.

Este aislamiento ha sido también el responsable de la escasa biodiversidad de las islas. La vida vegetal está fuertemente influenciada por la sal del mar del ambiente, los fuertes vientos y la acidez del suelo. No hay árboles en ninguna de las islas, aunque sí unas 130 especies distintas de plantas.



Los primeros humanos parece que llegaron a la isla durante la Edad de Bronce, aunque, recientemente, se han encontrado restos de un posible asentamiento neolítico anterior, por lo que podrían haber estado habitadas ya hace cinco mil años. En cualquier caso, la primera referencia documental que tenemos de ellas es la de un clérigo islandés que en 1202 dice haberse refugiado en una isla llamada “Hirtir”. De esta época, se han encontrado broches, espadas de hierro y monedas danesas que indican una presencia vikinga más o menos constante en Hirta, aunque no queda ningún otro resto arqueológico de esa presencia.

Históricamente, las islas formaron parte de los dominios clan de los MacLeod de Harris. Los MacLeod las gestionaban a distancia y era su administrador el que solía pasar una temporada en ellas durante el verano. En ocasiones, acudía acompañado de hasta una cincuentena de personas, algunas de ellas pobres y a las que se esperaba que los habitantes de St Kilda les ofrecieran su hospitalidad.

El administrador era el encargado del cobro de las rentas y otros derechos. Hasta el siglo XIX, no se introdujo el dinero en la isla, por lo que estos pagos se hacían en especie. El administrador recibía cebada, avena, pescado, productos de la ganadería y especialmente de las aves marinas, como plumas y aceites, que luego vendía para obtener dinero. Después, destinaba una parte de ese dinero para la compra de productos “importados” para la población.






Los propietarios obtenían un beneficio económico, pero también asumían una responsabilidad para con los isleños y era habitual que durante periodos de escasez renunciaran a parte de la renta y les enviaran suministros y comida. En parte era por interés propio, pues le interesaba que los habitantes tuvieran un nivel de vida aceptable y siguieran allí para generar la próxima renta anual.

Algunos consideran que el modelo de organización social de las islas se podría resumir como un comunismo feudal. A pesar de tener un administrador y un “señor”, la mayor parte del año la comunidad se sentía libre, pudiendo vivir a su manera. De acuerdo con este enfoque “comunista”, las tierras se repartían siguiendo un sistema de rotación. Cada arrendatario tenía parcelas repartidas por toda la zona cultivable y cada año cambiaban.

La única isla habitada era Hirta y nunca contó con una gran población. Se calcula que en su punto máximo, a finales del siglo XVII, vivían en ella unas 27 familias, lo que suponía un total de 180 personas. Esta población fue fluctuando en función de la emigración y de las enfermedades. Así, en 1727, una epidemia de viruela la redujo a tan sólo 30 personas. Los propietarios de la isla se apresuraron a repoblarla con gentes de otras islas, a las que atrajeron mediante la oferta de tierras a cambio de una renta razonable y de un estándar de vida aceptable para la época.

Las gentes de Saint Kilda eran sencillas y pobres, según la descripción del clérigo escocés Donald Monro que visitó las islas en 1549. Según este clérigo, contaban con escasos conocimientos de ninguna religión y esto a pesar de que el administrador de los MacLeod durante su visita veraniega a la isla hacía venir un capellán, que, entre otras cosas, bautizaba a los niños.




En opinión de algunos, el aislamiento y la dependencia de la naturaleza para su supervivencia hacía que muchos de los habitantes de St Kilda tuvieran unas ideas más próximas a las de los antiguos druidas que a las cristianas. Algunas fuentes sostienen que existían hasta cinco altares druídicos hasta poco antes de la llegada en 1822 del reverendo John MacDonald.

MacDonald se tomó su misión muy en serio y durante ocho años realizó visitas periódicas a la isla. Pese a que algunos lo critican por tener escasos conocimientos religiosos, MacDonald consiguió despertar un gran entusiasmo entre la población que lloró amargamente cuando se marchó por última vez ocho años después.

Su sucesor fue el reverendo Neil Mackenzie, que llegó el 3 de julio de 1830. Durante su estancia mejoró enormemente las condiciones de la vida en Saint Kilda. Reorganizó su agricultura de manera que cada arrendatario tenía su propia parcela, mayor que las anteriores y fija, y, además, fue el responsable de la creación de una escuela dominical para la educación religiosa y de la primera escuela de asistencia diaria en la que se enseñaba a leer, escribir y aritmética básica.





El papel del nuevo reverendo resultó igualmente decisivo para la construcción del nuevo pueblo. El pueblo antiguo estaba formado por unas 30 casas bajas en Village Bay (había otro asentamiento secundario usado solamente durante los veranos en Gleann Bay). En Village Bay, había un poco de todo, desde las típicas casas negras de las Hébridas, hasta otras más peculiares que tenían forma de colmena. Estas últimas eran unas construcciones en piedra seca abovedadas y que, en vez de una cubierta de paja, estaban cubiertas por una capa de césped que las protegía de los vientos y del agua de la lluvia. En algunos casos, las camas estaban construidas en los muros de las casas para dejar espacio para el ganado que se guardaba en primavera e invierno dentro de las casas.

Aparte de las casas del pueblo, Hirta estaba llena de “cleits”, otro tipo de construcción en piedra seca y que era utilizado como almacén, aunque alguna vez podría haber sido usado como refugio temporal. Los había en forma de colmena o más cuadrados cubiertos con losas alargadas de piedra.

Los cleits, al igual que las casas, también solían estar cubiertos por una capa de césped, pero no así sus paredes laterales. De esta manera, el agua no podía entrar, pero sí el aire, un aire marino impregnado de sal que resultaba ideal para la conservación de la carne de las aves, de sus huevos, del grano, patatas, estiércol o césped seco para el fuego. Según algunos expertos, la entrada solía estar bloqueada por media docena de piedras apiladas unas encima de otras, sólo los más grandes y mejor construidos contaban con una puerta de madera. En total, se calcula que en Hirta había unas 1.200 de estas estructuras y otras 200 repartidas por el resto de islas y stacks.

El edificio más antiguo de las islas, sin embargo, se descubrió en 1844. Se trataba de un subterráneo de aproximadamente 2.000 años de antigüedad y que los isleños supusieron que habría servido como refugio o escondite, aunque hoy en día se cree más posible que se trate de un pozo de hielo.







Como en Saint Kilda no crecía ningún árbol, toda la madera que se utilizaba en la construcción venía del exterior, ya fuera arrastrada por las mareas o en barcos. Así no era de extrañar que como pasaba en otras islas, en muchas ocasiones, las vigas de madera del tejado se convertían en la parte más cara de la casa.

El nuevo pueblo se construyó gracias a una donación hecha por Sir Thomas Dyke Ackland. En total se construyeron 30 casas organizadas en torno a una calle en forma de media luna. Las casas eran las típicas casas negras de la Hébridas con una sola habitación que en invierno las familias compartían con su ganado. Fue una mejora importante, las nuevas casas con muros de piedra dobles y con una capa de barro en el interior resultaban mucho más confortables que las antiguas, que no dejaban de ser un “cleit” de mayor tamaño. En 1860, después de que un vendaval dañara seriamente las casas construidas en 1830, se construyeron otras, esta vez de dos habitaciones y con un pequeño recibidor en la entrada y las construidas en 1830 pasaron a dedicarse en exclusiva para cobijar el ganado. Las nuevas casas eran mucho más higiénicas y luminosas que las anteriores. Sin embargo, tenían unas paredes y un tejado de menor grosor que las anteriores, lo que hacía más difíciles de calentar sin el carbón que se llegaba desde tierra firme.

La estancia del sucesor de Mackenzie, John Mackay, sin embargo, no fue tan positiva para la isla y sus gentes. De hecho, muchos consideran a MacKay uno de los mayores responsables de la destrucción del modo de vida tradicional de Saint Kilda. Este reverendo introdujo tres servicios religiosos de 2 a 3 horas de duración cada domingo y que eran de asistencia obligatoria, además de varias reuniones durante la semana. No es de extrañar que todo este tiempo que los isleños tenían que dedicar obligatoriamente a las prácticas religiosas y a su preparación comenzó a afectar al que dedicaban a sus tareas cotidianas.

El rigor de MacKay era tal que en una ocasión, cuando la isla estaba pasando por una temporada de escasez, llegó un barco “al rescate” con víveres un sábado. Pese a la gravedad de la situación, el reverendo consideró que los parroquianos tenían que dedicar lo que quedaba del día a prepararse para el domingo y les prohibió acudir a su descarga. No quedó otra opción que esperar hasta el lunes para que el barco fuera descargado.










Los veinte años que Mackay permaneció en la isla fueron malos para Saint Kilda, pero no fue mejor el efecto del turismo. El siglo XIX trajo consigo el fin del aislamiento secular del archipiélago y los vapores cargados de turistas comenzaron a visitar Saint Kilda durante los meses de verano. Los ingleses de la época victoriana quedaron fascinados por aquellos compatriotas suyos que hablaban gaélico y comían frailecillos cocidos con gachas de avena y que vivían en estructuras de piedras con forma de colmena.

Unas gentes que cada mañana se reunían en su “parlamento” para decidir cómo se repartían las tareas comunitarias. Una reunión que no era liderada por nadie y en la que todos tenían el derecho de tomar la palabra. A menudo las discusiones creaban discordia, pero ninguna lo suficientemente para dividir de forma permanente a la comunidad. Aunque no era una sociedad tan utópica como se pudiera pensar, lo cierto es que no se tiene constancia de que se cometiera ningún crimen en las islas ni de que ninguno de sus habitantes luchara en ninguna guerra durante cuatro siglos de historia.

La vida en Saint Kilda era sencilla, como la dieta de sus habitantes. Un dieta basada en la agricultura de subsistencia y que se complementaba con los huevos y la carne fresca o curada de las aves marinas que anidaban en la isla durante la época de cría, durante la cual se calcula que pasaban casi un millón de aves por ella. Los isleños trepaban y se descolgaban con gran habilidad por los acantilados y los stacks marinos sujetos por cuerdas para recoger los huevos y los polluelos de alcatraz, fulmar o frailecillo. Era una actividad arriesgada y se producían accidentes, pero no tantos como se pudiera pensar.

Las plumas se vendían para hacer colchones y el aceite del estómago de los fulmares era un producto muy preciado por sus propiedades medicinales. Los isleños mataban una cantidad de aves marinas nada desdeñable. Según algunas estimaciones que parecen bastante razonables, en la década de 1830, podían rondar los 4.000 alcatraces y los 12.000 fulmares. Aunque por la cuenta que les traía, en ningún momento parece que estas cacerías llegaran a diezmar la población de aves marinas de las islas.

St. Kilda, Its People and Birds (1908). Filmación en la que se puede ver a los isleños descendiendo por los acantilados para cazar fulmares.

Los isleños también se alimentaban de carne de oveja, ternera, cereales y productos frescos, todos productos locales. La leche de oveja se utilizaba además para hacer queso. En varias ocasiones, intentaron, aunque con diferente éxito, cultivar patatas, coles o nabos para complementar la dieta. Sin embargo, la pesca, en parte por no contar con un muelle adecuado hasta 1901 y por lo peligroso e impredecible de las aguas que rodeaban las islas, no fue nunca una fuente principal de alimento. En cualquier caso, el modo de vida de los habitantes de Saint Kilda difería en poco del de cualquier otra isla del Atlántico Norte.

En un principio, el turismo tuvo un efecto positivo al proporcionar a los isleños la posibilidad de obtener unos ingresos extra vendiendo tweeds (tejidos tradicionales), calcetines, guantes, huevos de los pájaros y otros productos ornitológicos a los turistas. Sin embargo, el precio a pagar acabó resultando demasiado alto. Por un lado, la auto-estima de la comunidad se vio extremadamente resentida al sentirse como unas meras curiosidades, pero aún fue peor el efecto que tuvieron las enfermedades que los barcos traían.




Durante el siglo XIX, parece que la salud de los habitantes de Saint Kilda era mejor que la del resto de habitantes de las Hébridas. Sin embargo, ahora se trataba de enfermedades nuevas, hasta entonces desconocidas en la isla, como, por ejemplo, el tétanos infantil, una enfermedad que supuso un incremento del 80% de la mortalidad infantil en Hirta.

Además, poco a poco, la isla comenzó a perder su autosuficiencia, pasando a depender cada vez más de la comida, el combustible y los materiales de construcción que venían de fuera. En 1852, 36 de sus habitantes emigraron a Australia, aunque muchos murieron en el camino. Con esta marcha comenzó la lenta decadencia de la isla. A medida que la población comenzó a disminuir, se hizo más evidente el sentimiento de aislamiento, especialmente al no contar con un medio de comunicación que les conectara con tierra firme. Sólo les quedaba la opción de enviar una especie de mensajes en una botella. El primero de ellos en 1876, durante un período de escasez. Dentro de una caja estanca de madera con forma de bote atada a una vejiga de oveja que hacía de flotador, enviaron una carta pidiendo ayuda. Fueron muchos los mensajes que arrastrados por las corrientes llegaron hasta Escandinavia y Escocia.







A principios del siglo XX, sin embargo, la isla y su población parecían volver a recuperar el optimismo. Atrás quedaban los primeros planes de evacuación de Hirta del 1875. Se creó la primera escuela “formal” en la isla, donde los niños comenzaron a aprender inglés aparte de su lengua materna, el gaélico. La enfermera residente y el nuevo ministro introdujeron mejoras sanitarias que redujeron la incidencia del tétanos infantil. A pesar de algunos periodos de escasez y una epidemia de gripe en 1913, la población se mantenía estable en torno a las 80 personas.

Después llegaría la Gran Guerra, cuando la Royal Navy instaló una emisora en Hirta y por primera vez la isla estuvo conectada con la tierra firme. La instalación duró poco porque el 15 de mayo de 1918 un submarino bombardeó la isla y la destruyó. 77 proyectiles cayeron sobre Hirta, varias edificaciones sufrieron daños, pero afortunadamente no hubo pérdidas humanas. Como protección para posibles ataques futuros, se instaló una batería de artillería, aunque nunca hizo falta dispararla. Durante esta época comenzó también el desarrollo de una economía basada en el dinero, que hacía la vida más fácil, pero más dependiente del exterior.




La llegada de los militares, produjo un efecto similar al que años antes había producido la llegada de los primeros turistas, al hacer más evidente a ojos de los habitantes las privaciones que padecían en su vida diaria. A pesar de la construcción en 1902 de un pequeño espigón, las islas seguían estando incomunicadas durante los períodos de mal tiempo. Después de la guerra, la mayoría de los hombres jóvenes emigraron y la población pasó de las 73 personas que había en 1920 a tan sólo 37 en 1928.

Al marcharse la mayoría de jóvenes, se hizo mucho más complicado continuar con el antiguo esquema de reparto de las tareas cotidianas según el cual los más capacitados se encargaban de conseguir el alimento para aquellos que no podían valerse por sí mismos, ya fuera porque eran personas mayores o por estar enfermos. De esta manera, las condiciones de vida de los quedaron se resintieron.

Posteriormente, en 1926, murieron cuatro hombres de los que se habían quedado de gripe. Todo esto coincidiendo con una serie de malas cosechas. Sin embargo, la gota que colmó el vaso fue la muerte por apendicitis de una chica embarazada en 1930. Los isleños hicieron señales a un barco que pasaba por la zona para que acudiera a ayudar a la joven, pero las olas hicieron imposible enviar un bote en su búsqueda. Tuvieron más suerte unos días más tarde, esta vez otro barco que pasaba sí que pudo enviar un bote para recogerla, sin embargo, para cuando la joven llegó al hospital de Glasgow era ya demasiado tarde para salvarla a ella o al bebé.




Finalmente, el 10 de mayo de 1930 la comunidad decidió enviar una carta colectiva a William Adamson, el Secretario de Estado para Escocia, solicitando su evacuación. En ese momento la isla pertenecía a Sir Reginald MacLeod, quien afirmó, con algo de tristeza, que aquellas familias que se marchaban habían sido arrendatarias de su familia durante mil años. Su afirmación no se puede verificar, pero es probable que tenga algo de cierto.

Los habitantes de las islas fueron realojados en Argyll. El gobierno se encargó de proporcionarles casa y trabajo. Los hombres pasaron a trabajar para el servicio forestal. Era la primera vez que tenían un jefe y era, además, un curioso trabajo para alguien que había vivido toda su vida en una isla en la que no crecían los árboles.

La adaptación no fue fácil. Los isleños no estaban habituados a una economía basada en el dinero. En las islas todo se repartía a partes iguales y todos se ayudaban entre sí. Sin embargo, en tierra firme todo era muy distinto. El sueldo no era suficiente, pero tampoco contaban con ahorros ni pensiones. Además, su resistencia a las enfermedades era menor que la de las gentes del lugar. Varios niños murieron de tuberculosis en los años siguientes a la evacuación. No es de extrañar que los isleños no tardaran en sentirse desilusionados. La evacuación no había resultado ser la solución a todos sus problemas, como ellos esperaban.


St Kilda Britain’s Lonliest Isle 1928, documental que muestra la visita del primer barco, después de 9 meses de aislamiento.

Con el paso del tiempo y los esfuerzos del gobierno, los más jóvenes se fueron adaptando y pudieron optar a una vida mejor, sin importarles, aparentemente, que esto supusiera la desaparición de un modo de vida único y ancestral.

Por su parte, el antiguo señor, Reginald Macleod, vendió las islas a Lord Dumfries un año después de la evacuación. Durante los años siguientes, las islas permanecieron en soledad durante la mayor parte del año. Sólo en verano, con el regreso de alguna de las antiguas familias, la vida parecía volver a la isla. Aunque poco a poco, las visitas fueron disminuyendo y en 1939 los tejados de las casas comenzaron a hundirse. Hasta 1957, las islas no volverían a estar habitadas. Unos años antes, el gobierno británico incorporó Saint Kilda a su sistema de seguimiento de misiles, para lo que se construyeron una serie de instalaciones militares.




Hoy en día, aunque no cuenta con residentes permanentes, Hirta continúa habitada durante todo el año por un pequeño número de civiles que trabajan en la base militar. La población aumenta en verano con la llegada de científicos y equipos de voluntarios que colaboran en los trabajos de conservación de las casas y muros que aún quedan en la isla. De los habitantes que vivían en la isla antes de la evacuación, en 2009 sólo quedaban vivos dos.

Monemvasia

En el suroeste de la península del Peloponeso, se encuentra el conocido como Gibraltar griego, Monemvasia.
Un imponente peñón de 1,8 kilómetros de longitud que en el siglo IV quedó separado de la costa a causa de un terremoto. Desde el siglo VI, han sido muchos los que han buscado refugio y los que han intentado apoderarse de la roca. Una fortaleza construida por la naturaleza, como decían los venecianos, que se levanta 300 metros sobre el mar, rodeada de pronunciados precipicios que la convertían en inexpugnable.



Según cuenta una crónica del siglo VI, fueron los griegos que huían de las invasiones eslavas y ávaras los que encontraron refugio en “un lugar en la costa, poderoso e inaccesible, donde se asentaron con su propio obispo y al que llamaron Monemvasia porque tenía un único acceso”.
Estas invasiones marcaron el comienzo de una época convulsa para el dominio bizantino sobre el Peloponeso (en aquel tiempo conocido como Morea) hasta el punto de que algunas crónicas muy discutidas
han llegado a sugerir que los invasores eslavos llegaron a constituir su propio estado independiente en la mayor parte de la península.


En otras zonas del imperio, la situación también era complicada. Los ataques ya no se limitaban a las zonas fronterizas y ahora alcanzaban el interior, llegando, incluso, a amenazar Constantinopla. Al mismo tiempo, lo que antes eran incursiones puntuales se fueron transformando en asentamientos permanentes que acabaron dando lugar a auténticos estados independientes y hostiles hacia la autoridad de Bizancio dentro de los supuestos límites del imperio.

Afortunadamente para los bizantinos, a partir del siglo VIII, su imperio comenzó a recuperarse del devastador efecto de todas estas invasiones y los invasores eslavos acabaron siendo expulsados o asimilados. Una vez libre, las calamidades no acabarían para el Peloponeso. En el 747, una epidemia golpeó Monemvasia y devastó la costa este del istmo. Muchas zonas quedaron despobladas, aunque la ciudad se recuperó rápidamente, llegando a superar, incluso, su anterior importancia. En los años siguientes, esta creciente prosperidad no pasó inadvertida para los piratas árabes, que la atacaron en varias ocasiones, aunque ninguno de sus ataques consiguió superar las murallas de la ciudad.



La distribución de Monemvasia seguía la típica de una ciudad bizantina fortificada, con una ciudadela en su punto más alto y dos líneas de murallas más abajo que dividían la ciudad en dos: la parte alta y la baja. La zona alta de Monemvasia era el centro administrativo y en ella vivía la aristocracia. La parte baja, situada en una pequeña terraza al borde del mar, era la zona comercial y en ella se encontraban los talleres y las casas de los comerciantes y marineros. Los comercios ocupaban la calle central, como siguen haciendo hoy en día. En la parte suroeste de la isla, fuera de las murallas, también existía un pequeño asentamiento.

Durante el siglo IX, las ciudades bizantinas comenzaron a recuperarse gracias a la restauración del poder central. Fue especialmente próspero el siglo XII. De la mano de la familia imperial de los Commeno, la población y la economía del imperio experimentaron un gran crecimiento. Se fundaron nuevas ciudades y muchas de las ya existentes crecieron o se consolidaron. El crecimiento, además, llegó a las zonas rurales, donde al aumentar las tierras dedicadas al cultivo se produjo un incremento de la producción agrícola.

Todo este crecimiento demográfico y económico atrajo el interés comercial veneciano. El aumento del comercio acabaría trayendo más prosperidad al Imperio. Por su parte, Monemvasia, fue atacada por los normandos de Sicilia en 1147. La ciudad, una vez más, resistió. Mientras, comenzaba a hacerse con una importante flota para defenderse.

A comienzos del siglo XIII, la Cuarta Cruzada conquista el Imperio Bizantino y se hace con casi toda Grecia. Los cruzados francos se apoderaron de casi toda Morea. Monemvasia, sin embargo, fue una de las pocas ciudades que permanecieron bajo poder griego. La ciudad rechazó rendirse y resistió durante casi medio siglo más la presión franca, pero en 1249 se vio obligada a capitular. Lo hizo después de un bloqueo de 3 años al que sometieron la ciudad un contingente de venecianos y francos dirigidos por Guillermo de Villehardouin, y, según cuenta la Crónica de Morea, sólo después de que sus habitantes se hubieran comido hasta las ratas y, por supuesto, los gatos de la ciudad.






Los francos sólo retendrían la ciudad durante 13 años. En 1262 pasó a formar parte del rescate, junto a las ciudades de Mistra y Maina, que Gillermo II Villehardouin tuvo que pagar por su propia liberación al emperador bizantino Miguel VIII Paleólogo. Una vez recuperada, Monemvasia se convirtió en el punto de desembarco de la tropas imperiales que venían a reforzar el recién creado Despotado de Morea, desde el que partían los ataques bizantinos hacia lo que quedaba del principado franco de Morea . Monemvasia, por su parte, vio como se convertía en una importante base para los piratas dedicados al saqueo de las rutas comerciales venecianas.

En 1293, un año después de que Roger de Lluria atacara la ciudad e incendiara su parte baja, el emperador Andrónico II, emitió una bula por la que el obispado de la ciudad fue elevado al rango de metrópolis, con jurisdicción sobre todo el Peloponeso. También se pusieron en práctica medidas económicas con el objetivo de convertir la ciudad en la capital comercial de la Morea bizantina y, así, competir con las bases comerciales venecianas en Mesenia (en la parte occidental del Peloponeso). Aunque podría ser anterior, se cree que fue durante el reinado de Andrónico II cuando se construyó la iglesia de Hagia Sophia, que es el edificio más importante que se conserva de la parte alta de la ciudad hoy en día.

Andrónico III volvió a ampliar los privilegios concedidos a Monemvasia, eximiendo a sus habitantes de la obligación de pagar impuestos o de realizar trabajos forzados. Además, les concedió el derecho de comerciar libremente con la mayor parte del Imperio. La prosperidad de la ciudad se vio incrementada con el floreciente negocio de la exportación a toda Europa del vino de Malvasía producido en el Peloponeso Oriental y en algunas de las islas Cícladas. Un vino muy apreciado en las cortes europeas de la época.

El principal privilegio que había recibido la ciudad, el poder para elegir sus propios gobernantes, la convirtió en una ciudad casi autónoma respecto a la autoridad centralizada y burocrática de Constantinopla. Sin embargo, esta libertad acabó convirtiéndose en una maldición. Los arcontes de la ciudad fueron unos de los principales culpables del desorden en el que se comenzó a sumir el Despotado de Mistra, precisamente cuando más necesaria era la unidad para luchar contra los turcos.

Pese a todo, en 1442, cuando la conquista otomana parecía, ya, inminente, Teodoro II de Mistra volvió a ratificar los privilegios de la ciudad y renovó el sistema que obligaba a dedicar la herencia de los que murieran sin descendencia a la reparación y refuerzo de las defensas de la ciudad.




Después de la caída de Constantinopla en 1453 y la posterior de toda Morea, la única ciudad que quedaba de lo que había sido el todopoderoso Imperio Bizantino era Monemvasia (hasta 1461, a orillas del Mar Negro, sobreviviría el Imperio de Trebisonda, un estado surgido de la descomposición del Imperio Bizantino, justo unas semanas antes de la toma de Constantinopla por la IV Cruzada).

El derrotado Déspota de Morea, Demetrio Peleólogo, se unió al séquito de sultán. Su mujer y su hija, por el contrario, prefirieron buscar refugio en el fortificado peñón. Al poco tiempo, el sultán envió un emir para exigir la sumisión de la ciudad. Las mujeres del traidor le fueron entregadas, pero los habitantes de la ciudad rehusaron rendirse guiados por Manuel Paleólogo, sobrino del déspota y que, tras la traición de este, ocupaba la segunda posición en la línea de sucesión imperial, detrás de su padre Tomás Paleólogo. El emir, por su parte, se retiró sin luchar.

Monemvasia se había quedado sola en su lucha por preservar su independencia frente al enemigo turco. Su primer movimiento fue aceptar como caudillo a un pirata catalán llamado Lupo de Bertagna que, según parece, llevaba unos años por aquellas aguas dedicado a su “oficio”. Fue una mala elección, Bertagna resultó ser un tiránico dictador. Así que tan rápido como lo habían hecho llamar, lo expulsaron. Otra vez sola, en 1460, la ciudad decidió probar la protección del Papado. Sin embargo, la nueva alianza tampoco duraría demasiado. El poder militar y político del Papa resultaba insuficiente frente a la constante presión de los otomanos, por lo que se vio obligado en 1464 a ceder la ciudad a la República de San Marcos, que en aquella época estaba en guerra con los turcos.




El dominio veneciano trajo consigo un período de paz y prosperidad a Malvasia, como ellos llamaban a la ciudad. Aunque, extrañamente, pocas construcciones se pueden atribuir a este periodo. Bajo su control, el provechoso negocio de la exportación de su vino continuó. Pero en 1540 la Serenissima acabó cediendo la ciudad al Sultán Solimán el Magnífico a cambio de la promesa de un tratado de paz. Fue durante la segunda guerra entre venecianos y turcos, y la pérdida de la ciudad marcó el comienzo del ocaso del imperio veneciano en Levante y el declive de su comercio.

Por su parte, los turcos llevaron a cabo la renovación de las defensas de la ciudad baja. Construyeron la mayor parte de los muros que rodean hoy en día la parte baja de la ciudad. Muy probablemente, después de derribar lo que quedaba de las antiguas murallas bizantinas. También parece que son de esta época la puerta de la parte alta de la ciudad y los parapetos que bordean los precipicios.

En 1554, los nuevos muros resistieron como antes lo habían hecho los antiguos. En este caso, fueron los Caballeros de Malta los que intentaron recuperar la ciudad para la Cristiandad. No lo consiguieron y, aparentemente, la población de la ciudad no mostró demasiado interés por ayudar ni aliarse con sus supuestos libertadores.

Un siglo después, lo intentaron los venecianos. Lo probaron en 1653, 1654 y 1655, sin éxito. Lo volvieron a probar en 1687, durante la guerra de Morea, cuando ya todo el Peloponeso estaba en sus manos y Monemvasia era la única ciudad que se les resistía, tampoco lo consiguieron y prefirieron continuar con sus conquistas más al norte del istmo.





En 1689, abandonada su expansión hacia el norte, la República de Venecia volvió a poner sus ojos en aquella molesta mancha en la Morea veneciana que era Monemvasia. Los venecianos decidieron someter a la ciudad a un bloqueo naval y construyeron dos fuertes, uno delante del puente de 23 ojos que unía la ciudad con la costa, y otro, más al sur, desde el que se dominaba la ciudad baja. Desde ambas posiciones los venecianos bombardeaban las posiciones turcas. En varias ocasiones, los venecianos intentaron tomar la ciudad. Una de ellas atacando con brulotes los muros de la ciudad baja. No tuvieron éxito y el capitán veneciano prefirió esperar a que el bloqueo surtiera efecto a continuar arriesgando más vidas.

Con el paso del tiempo y la llegada de más refuerzos, los venecianos volvieron a pasar al ataque. Tomaron posiciones en la isla y lo volvieron a intentar. Pese a los esfuerzos, no consiguieron grandes avances y entre los capitanes venecianos comenzó a cundir la duda de si tenía algún sentido tomar el Borgo (la ciudad baja), pues, aunque este cayera, tomar la fortaleza superior (el Castello) seguiría siendo una misión casi imposible.

La única manera de acceder a la parte alta era siguiendo un escarpado y zigzagueante camino que partía desde el Borgo. En este camino, que era interrumpido por varios muros, no había espacio para situar artillería, cavar trincheras o construir fortificaciones, por lo que los atacantes estaban a merced de las piedras o proyectiles que los defensores les arrojaran desde arriba.






Gracias a las paredes naturales que bordeaban el Castello, esta parte de la ciudad no necesitaba unas fortificaciones muy contundentes, le bastaba con unos muros bastante bajos y, en algunos flancos, ni tan siquiera eso. Por su parte, las murallas que protegían el Borgo no llegaban hasta las fortificaciones superiores. Se limitaban a llegar hasta los flancos verticales de la roca. Parecía difícil que alguien pudiera trepar por aquellos muros naturales, ni siquiera lo turcos, que tenían fama de buenos escaladores.


Abandonada la idea de atacar la ciudad baja, los venecianos y sus aliados comenzaron a retirarse a tierra firme a esperar que el hambre debilitara la voluntad de los defensores de la ciudad. Fue entonces cuando un comandante de artillería veneciano aseguró que las piezas de artillería de los turcos eran poco potentes, especialmente ahora que cada vez les quedaba menos pólvora. El comandante propuso construir trincheras a menos de 50 metros de las murallas de la ciudad desde las que bombardearlas en colaboración con la artillería de las galeras.

El plan surtió efecto. Los turcos, para entonces ya muy debilitados por el hambre, se asustaron por el progreso de los movimientos de los venecianos y no demasiado convencidos de la resistencia de sus muros defensivos, que no eran especialmente gruesos, prefirieron negociar y acabaron rindiendo la ciudad el 12 de abril de 1690. 1.200 turcos, 300 de los cuales eran soldados, abandonaron la ciudad y entregaron a los venecianos 78 cañones junto con todos los esclavos y renegados cristianos. Después de 14 meses, Monemvasia era veneciana y la conquista de Morea, completa. En los años posteriores, la República repobló toda la zona con colonos albaneses.




Después del sitio, los venecianos repararon los muros que habían resultado dañados por sus bombardeos, pero parece que no hicieron ninguna otra mejora o ampliación de las defensas de la ciudad. Como solían decir, la naturaleza había construido la fortaleza y poco había que hacer para reforzarla.

Esta vez, sin embargo, el dominio veneciano duraría tan sólo 25 años. Durante el verano del 1715 un ejército turco avanzó hacia la ciudad. Esta vez, para evitar otro sitio, los venecianos prefirieron negociar. Finalmente, a cambio de una importante suma de dinero, entregaron la ciudad.

Durante este nuevo período de dominación turca, la ciudad continuó su particular decadencia. Durante la guerra ruso-turca de 1768-1774, en 1770, la población albanesa y griega se levantó contra los ocupantes turcos, fue la revuelta Orlov. Sin embargo, los turcos consiguieron aplacarla y la reprimieron con tal dureza y ferocidad que muchos griegos decidieron huir. En 1805, de las 350 casas de Monemvasia, sólo 3 las ocupaban familias griegas.

En 1821, durante la Guerra de Independencia Griega, Monemvasia, la última fortaleza que sus antepasados habían rendido a los turcos, se convirtió en la primera fortificación que los griegos recuperaron. Como siempre, la única forma de que los ocupantes de la roca se rindieran fue esperar a que se les acabara la comida después de un sitio de cuatro meses. De esta manera, el 1 de agosto, Tzannetakis Grigorakis entraba en la ciudad al mando de su propio ejército privado. Tras la toma, algunas de las familias griegas que habían huido en 1770 volvieron a la ciudad, pero, pese a este retorno, la ciudad no recuperó la gloria ni la importancia pasada.




En 1911, el último habitante abandonó la parte alta de la ciudad, que hoy en día, y a excepción de un par de edificios y de los muros que la rodean, es sólo una gran extensión de ruinas. La parte baja también fue perdiendo habitantes y en 1971 su población llegó a su mínimo, 32 habitantes. La vida y la actividad se fueron trasladando poco a poco al otro lado del puente, donde entorno a un pequeño puerto ha ido surgiendo Gefira. Pese a todo, en los últimos tiempos, y gracias al turismo, la población de la ciudad vieja se ha ido recuperando. Gentes provenientes del resto de Grecia o, incluso, del extranjero han comenzado a reconstruir sus antiguas casas y, en 2001, eran ya 90 los residentes permanentes.

Flavio Belisario

A mediados del siglo VI d.C, el emperador Justiniano, gobernante del Imperio Romano de Oriente, se lanzó a la reconquista de los antiguos territorios romanos de Europa Occidental, perdidos tras las invasiones de las tribus bárbaras germánicas. 
Para llevar a cabo su ambicioso plan de reconquista, Justiniano contaba con uno de los estrategas más brillantes de la Historia: Flavio Belisario.
 

Belisario era un guerrero valiente y humilde, un hombre que se regía siempre por su código de honor sin intentar obtener beneficios personales. Era en definitiva un idealista en un mundo decadente y corrupto. Su éxito en la reconquista de Roma haría soñar brevemente a Europa con la vuelta a la antigua grandeza del Imperio Romano.
Tradicionalmente, la historia occidental consideró la caída de Roma en el año 476 D.C. como el fin del Imperio Romano y la entrada de Europa en las tinieblas de la Edad Media, “olvidándose” de la existencia del Imperio Romano de Oriente, con sede en Constantinopla. Este imperio pasó a ser conocido despectivamente como “Imperio Bizantino”, como si fuera algo nuevo y completamente diferente. Nada más lejos de la realidad: el Imperio Bizantino es una evolución del Imperio Romano y su historia es una continuación de la de éste. Esta explicación es necesaria para entender en su justa medida la idea de “Recuperatio Imperii” que pretendía el emperador Justiniano: la recuperación de los territorios que habían conformado antiguamente el Imperio romano de Occidente y su reunificación con el Imperio romano de Oriente.


Pero antes de que Justiniano pensara siquiera en avanzar hacia Occidente tenía que consolidar su poder político y hacer frente a los ataques del Imperio Persa Sasánida que amenazaban su frontera oriental. Es en estas campañas militares contra los sasánidas donde surge la figura de un joven y brillante estratega llamado Flavio Belisario.


Flavio Belisario (500-565 d.C):

Flavio Belisario probablemente nació en Tracia en el año 500 de nuestra era. Al llegar a la adolescencia se enroló en el ejército y en poco tiempo, y gracias a su valía, comenzó a servir en los “bucellarii”, la guardia personal, del general Justiniano (483-565), el comandante del Ejército de Oriente y sobrino y heredero del emperador Justino I.

Al poco tiempo de ingresar en la guardia, el joven oficial dio muestras de tener mucha iniciativa y grandes dotes organizativas, ya que propuso a Justiniano la creación en el seno de la guardia imperial de un cuerpo especial de elite formado por 1.500 soldados de caballería pesada: los “bucellarii” de Belisario. 

El Imperio Romano de Oriente se veía amenazado en sus fronteras de Armenia y Mesopotamia por el poderoso Imperio Persa Sasánida. En las numerosas batallas fronterizas entre ambos imperios, los romanos se habían visto siempre superados por la caballería sasánida y será precisamente ese modelo el que usara Belisario para crear su unidad de elite.

La caballería sasánida estaba basada en dos tipos de tropas diferentes, arqueros a caballo encargados de hostigar al enemigo y “catafractos”; una caballería pesada en la que tanto hombre como caballo llevaban una pesada armadura de cota de malla y placas de metal que solo dejaba los ojos al descubierto y que les protegía eficazmente de los disparos de flechas. Belisario combinó ambos tipos de tropas en una sola. 

Los bucellarii de Belisario llevaban la pesada armadura de los catafractos, usaban estribos para cargar arrolladoramente con la lanza y además estaban armados con un arco compuesto pequeño, usado para disparar mientras cabalgaban, lo cual les permitía tener una gran polivalencia táctica. Este pesado armamento, sumado a su férrea disciplina y su alto nivel de entrenamiento les convertía en una de las mejores fuerzas de elite de la época y el núcleo del nuevo ejército bizantino que otorgaría grandes éxitos a Belisario varios años después.

Las innovadoras ideas de Belisario y su buen trabajo como oficial durante las guerras fronterizas, permitieron que ascendiera rápidamente y tras la muerte de Justino I, en el año 527, el nuevo emperador, Justiniano I, nombró a Belisario comandante de los ejércitos imperiales en las fronteras del este, encargándole la defensa de la fortaleza de Daras, en Mesopotamia, una de las zonas más conflictivas, dada su gran cercanía a la frontera persa. Llegaba el momento en que Belisario tendría que demostrar en el campo de batalla todas sus dotes militares, ya que el ejército sasánida, aparte de ser mucho más numeroso, era uno de los mejores ejércitos de la época.

Tres años después, y tras varios choques fronterizos, Belisario se enfrentó a una invasión persa en gran escala que pretendía conquistar la fortaleza de Daras y abrirse paso hasta el interior del Imperio. Belisario, con 25.000 hombres, muchos de ellos mercenarios y levas de poca calidad, tenía que detener a más de 40.000 persas comandados por el general Perozes. En julio de ese mismo año de 530 D.C., ambos ejércitos se enfrentaron en la sangrienta Batalla de Daras.

Para detener al enemigo, Belisario había colocado a su ejército formando una línea de infantería que estaba protegida al frente con un foso y estacas afiladas, obligando así a los persas a atacarles por los flancos, donde no podrían usar su gran superioridad numérica. Además, la caballería romana protegía estos flacos, dispuesta a contraatacar a los persas en caso de que estos rompieran la línea de infantería.

Como había previsto Belisario, el primer ataque persa fue por el flanco izquierdo y aunque consiguió romper la línea de infantería romana, la caballería contraatacó y los obligó a replegarse. El siguiente ataque persa fue por el flanco derecho, y esta vez usaron una mayor cantidad de tropas. Tras romper la línea de infantería los persas avanzaron arrolladoramente obligando a huir a los infantes romanos, pero, al igual que ocurrió con el otro flanco, Belisario contraatacó con la reserva y con los bucellarii pesados de su guardia. Los persas lanzaron al combate a su caballería con objeto de ganar el combate, pero la caballería bizantina se impuso y logro hacer retroceder a los persas, los cuales emprendieron la huida. Belisario, gracias a su habilidad táctica y a la caballería pesada que había formado, había ganado su primera gran batalla y había causado más de 5.000 bajas a sus enemigos. 

Sin embargo, al año siguiente, 531 d.C, la suerte no le favoreció y sufrió una ajustada derrota en la “Batalla de Calinico”, a orillas del río Éufrates. En esta ocasión, los persas, junto a sus aliados árabes, habían enviado un ejército de 25.000 hombres compuesto únicamente por tropas de caballería, que tras cruzar audazmente el desierto arribaron al desprotegido corazón de Mesopotamia. Ante el grave peligro de tener un ejército enemigo campando a sus anchas por el interior de la provincia Belisario tuvo que dejar la frontera y acudir con su ejército a marchas forzadas para detener a los persas a la altura de la ciudad de Calcis.

En la batalla que se produjo a orillas del río Calinico, las tropas de Belisario, compuestas en su gran mayoría por soldados de infantería intentaron detener las sucesivas cargas de la caballería enemiga, pero finalmente su flanco derecho fue rebasado y los persas les acorralaron contra el río. La situación era desesperada y solo la valentía de Belisario y sus esfuerzos por reagrupar a sus hombres impidieron que todo el ejército romano fuera aniquilado. Belisario, luchando codo con codo con sus hombres de espaldas al río, consiguió aguantar los sucesivos ataques persas hasta que cayó la noche y los restos de su ejército pudieron ser evacuados en barcazas que remontaron el río. Una vez más se había puesto de manifiesto la superioridad de la caballería pesada sobre la infantería y solo el valor personal del general Belisario impidió que los romanos fueran aniquilados.

Esta derrota no fue determinante, ya que la caballería persa difícilmente podía asediar y conquistar ninguna gran ciudad y se limitó a arrasar los campos. Pero las continuas campañas de invasión persas estaban debilitando enormemente al Imperio Romano de Oriente y Justiniano no tuvo más remedio que negociar la paz con el Imperio Sasánida. Finalmente, al año siguiente, el 532 D.C., ambos imperios firmaron la denominada “Paz Eterna”, mediante la cual los persas se comprometían a respetar los límites fronterizos y a cesar sus ofensivas a cambio de que Bizancio les pagara anualmente un oneroso tributo.

Mientras se negociaba el tratado de paz, Belisario, convertido ya en un héroe, regresó a la capital del Imperio de Oriente, Constantinopla y estando allí le sorprendió la denominada “Revuelta de Niké”, una sangrienta revuelta que se desató a comienzos del año 532 entre las dos facciones: verdes y azules, de seguidores de las carreras de cuadrigas del Hipódromo. La revuelta, de tintes sociales, pretendía una reducción de los altos impuestos que pagaban las clases más bajas, pero se convirtió inesperadamente en una gran amenaza para el trono de Justiniano cuando varios senadores se aliaron con los revoltosos y pretendieron destronar al emperador. Belisario, junto con el gobernador militar de Iliria, Mundus, intervino militarmente, desatando una represión que acabó con la vida de más de 30.000 personas y que baño en sangre la protesta, acabando definitivamente con ésta. 

Aunque hoy en día, con los valores morales del siglo XXI, nos pueda parecer terrible la represión que lanzó Belisario contra las turbas de revoltosos, hay que enmarcarla en una época en la que por desgracia la vida humana solía ser la moneda de cambio con la que frecuentemente se obtenía el orden y la paz.

En reconocimiento a esta desagradable labor de pacificación de la ciudad, Justiniano premió a Belisario con el mando de una gran expedición que el Imperio se disponía a lanzar al año siguiente, 533 D.C., contra la tribu germánica de los vándalos, que tras atravesar España habían ocupado las antiguas provincias romanas del norte de África fundando allí un prospero reino. Con esta expedición Justiniano pretendía recuperar el prestigio perdido durante las revueltas de Niké y de paso dominar las costas del Mediterráneo y reabrir las rutas comerciales con África.


Campaña de África

A finales del verano del 533 D.C., Belisario desembarcó en las costas de Túnez al mando de 15.000 hombres (10.000 infantes y 5.000 jinetes) y avanzó hacia la capital del reino vándalo, la famosa Cartago. Las fuerzas del rey vándalo Gelimer, unos 20.000 hombres, salieron al encuentro de los romanos y tomaron posiciones en un desfiladero situado a 10 millas de Cartago y desde el cual se podía bloquear fácilmente la vía de acceso a la ciudad.

El 13 de septiembre de 533 d.C Belisario se dispuso a apartar a los vándalos de sucamino y ambos ejércitos entablaron la “Batalla de Ad Decimum”, llamada así porque el Ad Decimum era el miliario, o señal de la calzada, ubicado a la entrada del desfiladero y que indicaba las 10 millas romanas que faltaban para llegar a Cartago. 

Para romper la fuerte línea defensiva enemiga, Belisario atacó a los vándalos por ambos flancos y por el centro, con objeto de que ningún contingente bárbaro pudiera acudir en ayuda de los otros. Sin embargo, el rey Gelimer era un militar competente y su caballería pesada era muy superior a la romana, así que consiguió detener y derrotar a los bizantinos en el centro de su posición. Los romanos, por su parte, consiguieron imponerse en ambos flancos, aplastando a los vándalos que les hacían frente y matando en el proceso al hermano y al sobrino del rey Gelimer. Justo cuando se preparaba para lanzar un ataque general por el centro, Gelimer se enteró de las muertes de sus parientes y sufrió todo un shock. Gelimer se dispuso a enterrar a su hermano en vez de lanzar el ataque que le habría otorgado la victoria.
La indecisión enemiga permitió a Belisario reagrupar a sus tropas y lanzar un contraataque que le permitió finalmente alzarse con la victoria.
Al día siguiente, los romanos entraron en Cartago. La ciudad se había rendido a cambio de que fueran respetadas las vidas y propiedades de los habitantes.

Sin embargo, el rey Gelimer no estaba dispuesto a perder su reino tan fácilmente. Tras abandonar Cartago, el rey se había desplazado a la localidad de Bulla Regia, situada a 150 kilómetros de Cartago, con objeto de reagrupar sus fuerzas. Tras recibir refuerzos de parte de los contingentes de soldados vándalos que ocupaban la isla de Cerdeña, Gelimer reunió por fin un numeroso ejército que triplicaba el número de tropas que tenía Belisario.




Tras estos preparativos, Gelimer avanzó al frente de su vasto ejército con objeto de reconquistar Cartago. Tras destruir el acueducto que suministraba agua a la capital, Gelimer acampó en la localidad de Tricamerón, situada a 27 kilómetros de Cartago, decidido a esperar allí a los romanos. Belisario no tardó en complacer a los vándalos y el día 15 de diciembre del 533 salió de la ciudad para entablar batalla contra los barbaros.

Belisario ordenó a su caballería, que estaba bajo el mando del experto comandante Juan el Armenio, que avanzara en vanguardia y despejara el camino para que la infantería pudiera avanzar sin problemas hasta el campamento vándalo.
A su vez, el rey Gelimer ordenó a su caballería pesada que saliera del campamento para enfrentarse con la caballería bizantina. La caballería bizantina, apoyada por los mercenarios hunos que habían contratado para la campaña, se lanzó a la carga contra los vándalos pero fue rechazada y obligada a retirarse. Tras una segunda carga igual de infructuosa, Juan el Armenio cambió de táctica y ordenó a sus arqueros a caballo que atacaran a los bárbaros. Los arqueros consiguieron diezmar a la caballería vándala y la obligaron a retirarse, pudiendo así llegar la infantería de Belisario al campo de batalla sin sufrir ningún ataque de la temible caballería enemiga.

Gelimer, desconcertado por la derrota de sus mejores tropas y tras divisar que la infantería de Belisario se preparaba para atacar el campamento, sufrió un ataque de pánico y escapó a lomos de su caballo, dejando a su ejército sumido en el más absoluto desconcierto. Poco después cundió la desmoralización entre los vándalos y escaparon en todas direcciones sin entablar batalla contra la infantería romana.

Tras esta fácil victoria el ejército vándalo se desintegró y Belisario se apoderó del vasto tesoro que habían acumulado los vándalos en sus correrías. Además, con esta victoria Justiniano recuperó de golpe casi todas las antiguas provincias romanas del Norte de África y las islas de Córcega, Cerdeña y Baleares. Teniendo en cuenta el escaso número de tropas de las que había dispuesto para la campaña, la victoria de Belisario sobre los vándalos había sido toda una proeza.


A su regreso a Constantinopla en el 534 d.C, Belisario fue recibido como un héroe. Se le otorgó el “triunfo”, premio que tradicionalmente Roma entregaba a sus generales victoriosos y además, Belisario recibió el cargo honorifico de “Cónsul Único”, un reconocimiento propio de la antigua República Romana. Parece ser que las victorias en África habían traído al Imperio una cierta nostalgia por la gloria pasada.

Las victorias de Belisario trajeron como primera consecuencia directa que el emperador Justiniano, pletórico de moral y con las arcas llenas gracias al tesoro de los vándalos, decidiera recuperar la vieja ciudad eterna, Roma.


Campaña de Italia

Un nuevo reto esperaba al general Belisario, quien en el año 535 D.C. se embarcó con su ejército de 15.000 hombres en una nueva expedición para combatir contra los bárbaros ostrogodos que ocupaban Italia.

El primer paso que realizó Belisario en la nueva campaña fue la invasión de Sicilia, ya que esta isla era excelente para instalar una base de operaciones desde la cual atacar el resto de Italia sin dificultad. La conquista de Sicilia fue bastante fácil y en poco tiempo, los romanos de Oriente crearon una base solida desde la que desembarcar en la Península Italiana.

Tras pasar el invierno en Sicilia, en la primavera del año 536 d.C Belisario desembarcó con su ejército en Reghium, en las costas del sur de Italia. Sin encontrar apenas resistencia los romanos orientales avanzaron rápidamente a través del sur de Italia, siendo acogidos como libertadores por la población local. En poco tiempo llegaron a la ciudad de Neápolis (actual Nápoles), a la cual pusieron bajo asedio. Tras solo veinte días de asedio la ciudad cayó y la guarnición goda que había defendido la ciudad fue pasada a cuchillo. Esta masacre fue una advertencia que Belisario mandaba a los godos: mataría a todo aquel que opusiera resistencia a la liberación de Italia.


Tras dejar un contingente de tropas como guarnición en Neápolis, Belisario partió rápidamente a la conquista de Roma con un ejército de 10.000 hombres. Estas tropas parecerían insuficientes para conquistar una amplia urbe como era Roma, pero Belisario estaba dispuesto a no perder la iniciativa y confiaba en el apoyo de la población local para derrotar a los ostrogodos.

Mientras Belisario avanzaba hacia Roma, los ostrogodos, alarmados por la pérdida de Neápolis, comenzaron a organizarse para hacer frente a la invasión romana. En primer lugar, los nobles depusieron al ineficaz rey Teodato y eligieron como nuevo rey a Vitiges, quien, desde su capital en Rávena, comenzó a organizar un ejército con el que oponerse a Belisario. Antes de que acabaran sus preparativos le sorprendió la noticia de que Belisario había conquistado Roma.

En diciembre del 536 D.C., Belisario entró sin oposición en la milenaria ciudad de Roma. La guarnición ostrogoda había escapado hacía el norte temerosa de sufrir el mismo fin que la guarnición de Neapolis. Nada mas asentarse en la urbe, Belisario comenzó a prepararse para defenderla del previsible contraataque ostrogodo. Con la ayuda de trabajadores locales comenzó a reforzar las defensas de la ciudad y a hacer acopio de víveres, esto último como precaución ante la posibilidad de sufrir un asedio duradero.

Las medidas de Belisario se demostraron acertadas cuando al poco tiempo el rey Vitiges se presentó ante la ciudad con un ejército de 20.000 hombres, el doble de efectivos de los que disponía Belisario.
Inmediatamente, los ostrogodos pusieron la ciudad bajo asedio, construyendo varios campamentos fortificados para controlar todas las entradas de la ciudad. Además, destruyeron los acueductos para cortar el suministro de agua a la ciudad. Esta medida no tuvo demasiada importancia porque Belisario contaba con varios pozos y con el agua del río Tiber para abastecer a la población.

El mayor problema de Belisario era su escasez de tropas, así que tuvo que recurrir al reclutamiento de una milicia de ciudadanos para que ayudaran a defender las murallas, mientras esperaba que el emperador Justiniano le enviara refuerzos con los que poder entablar batalla y levantar el cerco.
Mientras esperaba la llegada de refuerzos, Belisario se dedicó a acosar a los ostrogodos con constantes incursiones de su caballería. Con la llegada de la primavera del año 537 d.C, 1.600 jinetes hunos, mercenarios al mando del general romano Martín, llegaron a Roma para ayudar a Belisario. Aunque no era un ejército lo suficientemente numeroso como para que le permitiera entablar batalla, los arqueros a caballo de los hunos le permitirían intensificar las incursiones contra los campamentos ostrogodos y minarles así la moral progresivamente.


El tiempo pasaba y Belisario comenzaba a inquietarse con la progresiva disminución de víveres y el descontento de la población. Parecía más probable que los civiles romanos les abrieran las puertas a los ostrogodos que éstos pudieran tomar la ciudad por asalto, así que Belisario tuvo que situar a sus hombres de confianza en todas las puertas de la ciudad para reforzar la seguridad. Finalmente, cuando parecía que los ostrogodos conseguirían rendir la ciudad, en marzo del año 538 D.C., llegó al puerto de Ostía un contingente de 5.500 infantes y 2.000 jinetes al mando del general bizantino Juan “el Sanguinario”. Los tan ansiados refuerzos habían llegado y habían traído consigo una gran cantidad de vivieres con los que alimentar a los sitiados.
Ante esta situación, el rey Vitiges estalló de cólera al ver frustrados sus planes, ya que la caída de la ciudad parecía inminente. Tras lanzar un asalto infructuoso contra la ciudad, Vitiges levanto el asedió y regresó con sus hombres a su capital, Ravena.

Poco después, con objeto de no dar tiempo a Vitiges a rehacerse de la derrota, Belisario salió de Roma con su ejército para conquistar el norte de Italia y acabar definitivamente con los ostrogodos. Una a una todas las ciudades con presencia ostrogoda fueron cayendo ante el ejército bizantino, hasta que finalmente, a comienzos del 540 D.C., Belisario consiguió poner bajo asedió la capital enemiga, Ravena.

Mientras Belisario asediaba Ravena llegó a Italia un nuevo ejército bizantino al mando del general Narsés. Narsés era un eunuco que había llegado a convertirse en el Gran Chambelán de la corte de Justiniano gracias a su prodigiosa inteligencia y su dominio del juego político y las conspiraciones que tanto abundaban en la corte del Imperio de Oriente. Belisario ordenó a Narsés que acudiera con su ejército para reforzar el sitio de Ravena, pero éste se negó a recibir órdenes de Belisario y se dedicó a actuar por su cuenta. El conflicto entre ambos marcaría el futuro de la campaña italiana y del propio Belisario.

Mientras Vitiges resistía en Rávena con un ejército de 25.000 hombres, desde el norte acudían en su auxilio diversos contingentes de godos. Uno de estos ejércitos arrasó a su paso la ciudad de Mediolanum (actual Milán) sobre la cual desató una terrible matanza, asesinando a todos los varones adultos y esclavizando a mujeres y niños.

Belisario tras reforzar sus tropas con soldados que estaban acantonados en las ciudades del sur, envió a su lugarteniente Justino con un ejército de 5.000 hombres para sitiar Faesulae (actual Toscana) y a Juan el Sanguinario con 6.000 hombres a defender el valle del Po para evitar que los ostrogodos avanzaran hacía el sur. Los lugartenientes de Belisario consiguieron derrotar a los ostrogodos y tomar Faesulae, permitiendo así que Belisario quedara libre para intensificar el asedio sobre Ravena.

Finalmente, los nobles ostrogodos, viendo que no tenían ninguna salida, y deseosos de salvar su riqueza y poder, ofrecieron a Belisario convertirse en su rey y por ende de todos los ostrogodos. Aunque esta oferta, nada menos que ofrecer la corona al líder enemigo, nos pueda parecer sorprendente, hay que entender que si había algo que los bárbaros godos respetaban por encima de todo era la fuerza y las habilidades militares de un líder. Para ellos Belisario era un gran guerrero y una persona honorable a la que admiraban y respetaban. Pensaban que con él al mando serían invencibles y forjarían un gran imperio. Por otro lado, los ostrogodos eran bárbaros pero no eran tontos, sabían perfectamente que por mucha gloria que Belisario obtuviera en el campo de batalla sus posibilidades de ascender y obtener más poder eran nulas, ya que el verdadero señor del Imperio de Oriente era Justiniano. Así pues, sabían que ofrecerle la corona a Belisario causaría gran inquietud a Justiniano y generaría disensiones en el bando bizantino que podrían aprovechar los ostrogodos para recuperarse y reconquistar el terreno perdido. En resumen, la oferta era una arma de doble filo que podía acabar con Belisario de un solo golpe.

Belisario simuló que aceptaba la oferta de los nobles a cambio de que estos rindieran Rávena, pero una vez conquistada la ciudad, Belisario otorgó la corona ostrogoda a su emperador, Justiniano I, que pasó así a convertirse en rey de Italia. Esta acción nos dice mucho de cómo era Belisario, el cual, en vez de convertirse en rey, eligió ser leal a su emperador y seguir siendo un súbdito. Para evitar el descontento total de los nobles ostrogodos y temeroso de una revuelta, Belisario incluyo una clausula en su proclamación de Justiniano como rey de Italia en la que decía textualmente que Belisario no sería rey de Italia mientras Justiniano viviera. Es decir Belisario era fiel única y exclusivamente a la figura de Justiniano y a esa figura le otorgaba la corona, no otorgaba la corona al Imperio de Oriente como Estado sino a una persona, a cuya muerte Belisario se convertiría automáticamente en rey de Italia. Esta clausula agradó a los nobles ostrogodos, pero fue un grave error político que le ocasionó la pérdida del favor del emperador Justiniano. 

Tras la conquista de Ravena en el año 540 D.C. y una vez conquistada la mayor parte de Italia, Belisario regresó a Constantinopla con el rey Vitiges encadenado, un gran tesoro de lingotes de oro y plata en las bodegas de los barcos y 7.000 soldados ostrogodos que se habían enrolado en las filas de su guardia personal. Este era sin duda el mayor triunfo de su carrera, a partir de entonces solo le esperaban sin sabores y amarguras.


El declive del guerrero

A su llegada a Constantinopla, Belisario se encontró con el recibimiento más frío de su carrera y aunque el emperador le otorgó una parte del tesoro ostrogodo como compensación a los gastos militares que Belisario había pagado con su propio dinero, estaba claro que Justiniano no se había tomado bien todo el asunto del ofrecimiento de la corona de Italia a Belisario y que desconfiaba profundamente de éste. Es probable que si las necesidades militares hubieran sido menos acuciantes el emperador se habría librado de Belisario pero como el peligro de los persas sasánidas había resurgido le envió a Siria en el año 541 D.C. para que tomara el mando de las operaciones militares.

Durante dos años, 541-542 d.C, Belisario trató de detener a los ejércitos del ambicioso rey persa Cósroes I, pero el ejército bizantino encargado de defender la frontera estaba en un estado lamentable. La corrupción de los oficiales había causado estragos y los soldados carecían de los suministros más básicos e incluso estaban escasos de armas. La moral estaba por los suelos y ni siquiera el laureado Belisario podía hacer milagros. Sin embargo, Belisario, y gracias en parte a la caballería pesada ostrogoda que se había unido a su causa, fue capaz de detener los ataques de Cósroes hasta que finalmente se volvió a firmar un tratado de paz entre el Imperio de Oriente y el Imperio Persa. Eso sí, a cambio de comprometerse de nuevo los romanos a pagar una importante suma de dinero a los persas (5.000 libras de oro).

Mientras Belisario hacía imposibles para detener a los persas, en Italia la situación había cambiado por completo. Los ostrogodos se habían rehecho de la derrota y tras elegir como nuevo rey al jefe guerrero Totila habían empezado a reconquistar el terreno perdido. Pese a contar con un numeroso ejercito, los comandantes militares bizantinos rivalizaban entre ellos y eran incapaces de elaborar una estrategia conjunta con la que presentar una oposición efectiva, así que Totila consiguió derrotarles y ponerles en graves aprietos. Dada la gravedad de la situación y una vez lograda la paz con los persas Justiniano, pese a sus reticencias, no tuvo más remedio que enviar a Belisario a Italia en el año 544 d.C para que éste intentara restablecer la situación y detener a los ostrogodos.

Lo más curioso de todo, es que el emperador no confiaba en Belisario, temía que éste pudiera proclamarse rey de Italia y lo envió a regañadientes. Es más le envió a él solo, sin un ejército al que comandar. Así pues, Belisario tuvo que contratar un ejército con su propio dinero. Para ello se dirigió a Tracia donde contrató a 4.000 soldados que se unieron a los efectivos de su menguada guardia personal. A los gastos de contratación se unieron los de armar y pertrechar tal cantidad de hombres. Belisario se había gastado gran parte de su fortuna personal sin tener siquiera la promesa de recuperar algún día ese dinero.

La nueva etapa de Belisario en Italia duró cuatro años, del 544 al 548 d.C. Cuatro años de sin sabores y amarguras en los cuales y sin dejar de dar lo mejor de sí mismo, Belisario pudo evitar que los bizantinos fueran derrotados por completo.
Falto de hombres y sin recibir ningún refuerzo de importancia, Belisario tuvo que esforzarse por concentrar sus tropas y acudir de un lado a otro para rechazar los continuos ataques del incansable rey ostrogodo Totila,

En el 546 D.C., Totila puso Roma bajo asedio, la situación era grave y Belisario, sabedor de que la ciudad no aguantaría mucho el asedió ordenó a sus tropas embarcar para acudir por mar a Roma, la forma más rápida de llegar a la ciudad a tiempo de evitar su caída. También solicitó al comandante Juan el Sanguinario que embarcara a sus tropas para llegar a Roma rápidamente, pero cuando Belisario desembarcó en Ostia descubrió que Juan el Sanguinario había desembarcado en el sur y que acudía por tierra a Roma. Sin el ejército de Juan, Belisario no podía hacer nada para salvar a la ciudad, la cual cayó finalmente en manos de los ostrogodos.

Poco después, Totila se dirigió al sur para enfrentarse a Juan el Sanguinario, el cual, temeroso del ejercito de Totila no se atrevió a entablar batalla y se refugió en la ciudad de Otrantum (actual Otranto).

Belisario, con sus 4.000 hombres y otros 2.000 que había contratado en Italia (principalmente desertores y mercenarios) decidió aprovechar que Totila y el grueso del ejército ostrogodo estaba distraído con Juan el Sanguinario para dar un golpe de mano y conquistar Roma el 1 de enero del año 547 d.C. Una acción tan audaz y exitosa que dejó asombrados a amigos y enemigos por igual.

Totila, enfurecido por la pérdida de Roma, se movilizó rápidamente para intentar retomarla, sin embargo, los furiosos asaltos de los ostrogodos no pudieron superar la maestría defensiva de Belisario. Pese a todo, la guerra pintaba mal para los bizantinos, Belisario se estaba quedando sin tropas, no llegaban refuerzos ni suministros y el hambre y las enfermedades se estaban cobrando un peaje en hombres que amenazaba con destruir su ejército. El emperador Justiniano todavía desconfiaba de Belisario y uso como excusa la amenaza de los hunos sobre la frontera norte del Imperio para denegarle los refuerzos. Sin más salida, Belisario se vio obligado a abandonar Roma con tan solo 200 infantes y 700 jinetes. Esta exigua fuerza se vio aún más menguada cuando una emboscada ostrogoda redujo el número de jinetes a tan solo 50.

La única esperanza de Belisario era unirse a las tropas de Juan el Sanguinario que aún permanecían en Otrantum. Pero cuando llegó vio que el ejército de Juan se había diluido y había perdido la mitad de sus efectivos. Tras insistir continuamente al emperador para que le enviara refuerzos, Justiniano decidió relevarlo del mando y sustituirlo por el gran chambelán Narsés.

Corría el año 548 D.C. y Belisario regresaba por primera vez a Constantinopla sin obtener el triunfo. El imperio Romano de Oriente había perdido casi todas sus posiciones en Italia y Belisario había perdido definitivamente el favor de su emperador, el cual decidió librarse de él enviándole a Oriente como comandante del ejército encargado de defender la frontera. Finalmente, cansado y asqueado de las corruptelas políticas de la corte imperial, Belisario decidió retirarse.

En el 559 D.C. Belisario abandonó su retiro para comandar una última vez los ejércitos del emperador ante la invasión de tribus eslavas que habían cruzado la frontera norte y amenazaban la mismísima capital de Constantinopla. Una vez más, Belisario amasó la mezcolanza de tropas bizantinas en un ejército disciplinado que consiguió expulsar a los eslavos hasta más allá de las fronteras. Una vez más, el ingrato emperador Justiniano se “olvidó” de premiar los esfuerzos de Belisario quien pasó de nuevo al retiro en busca de acabar sus días dignamente. Sin embargo, las intrigas de la corte ni siquiera le permitieron ese lujo, ya que en el 563 d.C fue acusado de corrupción por Procopio de Cesarea, su anterior secretario y juzgado en Constantinopla. Belisario fue declarado culpable y encarcelado, sin embargo pasaría poco tiempo en la cárcel, ya que el emperador Justiniano tuvo finalmente un gesto de favor hacía su antiguo general y lo excarceló, restituyéndole sus bienes.

En el año 565 d.C, Belisario y su emperador fallecerían y con la muerte de ambos se ponía punto final al esfuerzo de recuperar el antiguo imperio romano. El sucesor de Justiniano, Justino II, perdería de nuevo las posesiones en Italia que había reconquistado Narsés y que tanta gloria le dieron a Belisario. El estancamiento medieval llegaba a Oriente y el declive del Imperio Bizantino sería inexorable, sobre todo ante la expansión de un nuevo poder en Oriente: el Islam.

Por último y para finalizar, hay que destacar que durante el resto de la Edad Media y gran parte de la Edad Moderna circuló la leyenda de que Belisario había sido cegado por el emperador Justiniano y que acabo sus días mendigando por las calles de Constantinopla. Esta leyenda convirtió a Belisario en el prototipo del héroe trágico que inspiró numerosas historias literarias y cuadros épicos. Hoy en día Belisario sigue siendo el héroe que dio todo por su emperador y nunca recibió nada a cambio.