viernes, 17 de febrero de 2012

Vázquez de Coronado

Poco conocida dentro de las proezas, conquistas, marchas y contramarchas de los españoles en América en los tiempos de la conquista, es la expedición de Vázquez de Coronado, saldada con un rotundo fracaso, pero que ni siquiera ha dejado apenas huella en la literatura épica.


Como de costumbre, el móvil de la expedición fue el hallazgo del oro, temperado con el deseo de convertir indios a la religión cristiana y procurar nuevos súbditos a su majestad el rey Carlos I de Castilla y de la Corona de Aragón. Una misión exploratoria comandada por el fraile Marcos de Niza regresó con fantásticas noticias: el buen religioso, sin duda deseoso de complacer a los que le habían enviado, contó que había visto una ciudad “mayor que Ciudad de México” y no vaciló en identificarla con la fantástica Cíbola.

Pero, qué era Cíbola?.
Una leyenda decía que cuando la toma musulmana de Mérida, hacia 1150, sus siete obispos habían huido con las riquzas de la Iglesia, fundando siete ciudades y estableciéndose en ellas. Como todas las leyendas similares, la búsqueda de esos fabulosos lugares fue una constante especulativa durante los siglos siguientes, y Marcos de Niza, como hicieran tantos otros en situaciones similares, empalmó visión, imaginación y mitología.


Francisco Vázquez de Coronado, un español ambicioso establecido y casado ventajosamente en México, pensó en emular a Cortés hallando esas ciudades. Hipotecando los bienes de su mujer y embarcando a otros socios capitalistas en la empresa, partió de México en 1540 rumbo hacia el norte con 300 españoles armados, unos mil indios y ganado bovino, todos guiados por el fantasioso fraile.
Las previsiones de irse alimentando sobre el terreno pronto se vieron decepcionadas al comprobar la pobreza de las regiones atravesadas, donde generalmente eran recibidos con flechas y hostilidad, a la que la expedición correspondía con creces.

Llegaron finalmente a lo que según Marcos de Niza era la fantástica Cíbola. En realidad se trataba de Zuñi, una miserable población de los indios Pueblo, en el actual Nuevo México, que fue tomada con cierta dificultad, aunque la decepción fue grande al constatarse que apenas había allí más que unas pocas gallinas, escasos alimentos y desde luego ni sombra del metal precioso.

Los desilusionados conquistadores tuvieron que reflexionar.
¿Cómo regresar a México admitiendo el fracaso?.

Por otra parte no faltaban indios que les aseguraban que “más allá”, siempre más allá, había nuevos pueblos cargados de oro. En realidad esto no pasaba de añagazas con las que trataban de alejarlos habiendo observado su avidez por el metal amarillo. Arquetipo de esta clase de indios era uno al que llamaron “el turco” por su atuendo, con gorro a lo David Crockett que les recordaba los turbantes, y les habó de otra ciudad, a la que identificaron con Quivira, otra de las de Cíbola.


Así que la expedición, nuevamente animada, decidió continuar.
Pasaron el inverno en Tiguex, en la actual Texas, y continuaron al frente de un reducido grupo hacia el norte, después hacia el noreste, siguiendo crédulamente al “turco”. Superaron las montañas Rocosas, en las que García López de Cárdenas, miembro de la expedición, descubrió en una de sus exploraciones la mayor maravilla natural del mundo, el cañón del Colorado, y se internaron en las planicies de Texas y Oklahoma. A medida que se sucedían los kilómetros sin hallar más que terreno desértico e indios miserables aunque agresivos, fue cundiendo la desilusión y la desconfianza en el “turco”, que acabó confesando que simplemente, por indicación de su tribu, les había conducido siempre hacia terrenos inexplorados en la confianza de que allí perecieran dejando sus efectos. La desconfianza se trocó en horror cuando les pareció ver que el indio hacía unas señas sospechosas a sus compañeros, y se decretó su ejecución.

La marcha continuó hacia el noreste con nuevos guías. Llegaron finalmente a un pequeño pueblo cerca del actual Lindsborg, en Kansas, y la desilusión se repitió: los indios que llamaron Quivira, después conocidos como Wichita, no disponían de ninguna riqueza; su poblado era de cabañas con techo de paja y ni siquiera tenían joyas de oro. Habían alcanzado el centro geográfico de los actuales Estados Unidos. Y, agotadas las fuerzas, la expedición reconoció su fracaso y decidió retroceder.
Coronado volvió a Tiguex, donde lo esperaba el grueso de sus tropas. Allí pasó otro invierno y volvieron todos cansinamente a México, desalentados, arruinados y con sus efectivos diezmados: sólo un tercio de los españoles, envueltos en harapos, regresaban al país para enfrentarse con su derrota y su ruina.


Con todo esto habían pasado tres años y recorrido 5.000 kilómetros entre idas, venidas y zigzags. Pero no habían acabado las penalidades para Coronado. Despechados algunos de los socios capitalistas por su fracaso, lo acusaron ante la audiencia de Nueva España de haber practicado innecesarias crueldades con los indios, y tuvo que enfrentarse a un largo juicio, del que, tres años más tarde, salió absuelto.

Todavía algunas expediciones secundarias exploraron nuevas rutas paralelas en busca de las fantásticas ciudades, en especial California, tomada en aquella época por una isla, pero sólo cosecharon nuevos fracasos. De hecho, sólo hasta doscientos años más tarde no se emprenderían nuevos reconocimientos en la costa oeste del Pacífico, en la que finalmente, pasada ya la fiebre del oro, los españoles consiguieron establecerse con finalidades meramente colonizadoras. Pero esta provincia, mexicana tras la independencia de la antigua Nueva España, sería arrebatada por Estados Unidos tras la guerra de 1848. Sólo restan hoy en esta vasta zona algunos topónimos y antropónimos españoles, y el recuerdo de gestas sobrehumanas.