lunes, 21 de mayo de 2012

San Quintín y Gravelinas






En contra de la creencia generalizada, el Imperio Español no nacio en América, sino en Italia. 
Entre 1494 y 1559, un lapso minúsculo de 65 años, hubo nueve conflictos entre España y Francia por el control de la Bota, que sumaron un total de 32 años de guerra. Las nueve las ganó España, que no es mala plusmarca.

Las libraron tres monarcas. Empezó el abuelo, Fernando el Católico, y concluyó la tarea el bisnieto, Felipe II, poco después de ascender al trono.

Tras la última, que se extendió desde 1547 a 1559, los franceses dejaron de incordiar en Italia, que se convirtió en el salón de honor de la monarquía hispánica durante más de siglo y medio, hasta la Paz de Utrecht exactamente, cuando las posesiones italianas fueron entregadas a Austria a modo de compensación por su renuncia a colocar un Habsburgo en Madrid.

Aunque la última de las guerras italianas duró doce años, todo se resolvió en las dos batallas que marcaron su final. Las dos se pelearon, curiosamente, muy lejos de Italia, en suelo francés, en dos enclaves cercanos a la frontera flamenca.

El primero de ellos tuvo lugar en agosto de 1557 en San Quintín, una pequeña pero bien fortificada plaza a orillas del Somme, en la región de Picardía. La guerra, que había comenzado y se desarrollaba en Italia, se desplazó hasta tan altas latitudes por una decisión personal de Felipe II.
Los franceses habían desembarcado en Nápoles y hostigaban sin descanso el Milanesado. Pero ambos estaban bien defendidos por el duque de Alba y los tercios napolitanos, de manera que el Rey concluyó que lo mejor era atacar Francia directamente desde Flandes, donde disponía de un ejército auxiliar y del apoyo de los ingleses, entonces aliados de España en virtud del matrimonio entre Felipe II y María Tudor. Esto pondría a Enrique II de Francia entre la espada y la pared.
Tendría que elegir entre una victoria incierta en Nápoles o verse sitiado en el mismo París por tropas angloespañolas. Nada más enterarse de que los españoles habían cruzado la frontera camino de San Quintín, un general francés, el duque de Montmorency, condestable de Francia, acudió en auxilio de la ciudad con más de 20.000 hombres. Al llegar se ocultó en un bosque esperando la acometida española. Y ahí se debería haber quedado; pero, confiando en su superioridad numérica y sabiendo que el ejército español lo comandaba Manuel Filiberto, duque de Saboya, a quien tenía en muy poca estima, decidió cruzar el río y esperar a los españoles al otro lado. El error le costó la batalla. Manuel Filiberto vio venir a su adversario, tomó el único puente sobre el Somme, lo cruzó con parte de sus tropas e hizo la pinza a los hombres de Montmorency. Cuando se quiso dar cuenta ya era tarde, estaba rodeado de españoles a ambos lados del río, apenas pudo desplegar el cuerpo principal de su ejército mientras la alas del español se lanzaban sobre él.

La derrota fue absoluta: 6.000 franceses perdieron la vida y el propio Montmorency, junto a otros nobles, cayó prisionero. Las noticias no tardaron en llegar a Bruselas, donde se encontraba el propio Felipe II. Ni en sueños había imaginado una victoria tan apabullante, así que, para conmemorarla, ordenó que se construyese un gran monasterio en la sierra de Guadarrama, no muy lejos de una modesta villa castellana de nombre Madrid que, en sólo cuatro años, elegiría como lugar desde el que gobernar su recrecido imperio. El monasterio se encomendó a San Lorenzo, cuya festividad se celebra el 10 de agosto, día en que se libró la batalla.

El desastre de San Quintín no hizo recapacitar a Enrique II. Al contrario, buscó desesperadamente el desquite reclutando a toda prisa un nuevo ejército que atacase Calais –en manos entonces de los ingleses– para penetrar luego en Flandes.

En el verano siguiente se reiniciaron las hostilidades. El duque de Nevers tomó Calais mientras Paul de La Barthe, duque de Termes, se dirigió hacia Dunkerque para avanzar después por la costa belga, lo que le colocó a tiro de piedra de Bruselas. Antes de que la cosa fuese a mayores, Felipe II tomó cartas en el asunto. Reunió en Flandes un ejército de 18.000 hombres, que se puso en marcha con presteza para dar caza al francés y presentarle batalla allá donde lo encontrase. Se dieron de bruces con él junto a Gravelinas, una plaza fuerte a medio camino entre Calais y Dunkerque.

Termes no tenía escapatoria. A su espalda se encontraba el río Aa y en su flanco izquierdo la costa del Canal de la Mancha. Entre la sorpresa y la mala ubicación, no pudo desplegar convenientemente sus tropas, que se organizaron de la peor manera posible, exponiendo la caballería y la artillería. El ejército español, capitaneado por el conde de Egmont, disponía de espacio suficiente y de las unidades adecuadas para una batalla como aquella. Con idea de ganar rapidez en los movimientos, prescindió de la artillería, que se colocó en la parte trasera.

Los tercios, por su parte, ocuparon el centro y la caballería los flancos, adelantándose sobre la línea de infantería hasta formar una media luna. La posición de ambas fuerzas presagiaba lo peor para los de Termes. La caballería ligera española provocó la embestida de la francesa, que se puso a tiro de los arcabuceros, situados en una línea de fuego letal donde los jinetes gabachos fueron cayendo como chinches.

Descompuesta la caballería enemiga, la infantería española avanzó tomando el campamento francés y atrincherándose en él. Como no era posible, por culpa del río, hacer retroceder las líneas, los franceses se replegaron hacía la costa buscando espacio para realinearse. Pero allí estaba esperando la armada española con los cañones cargados. Lo que quedaba del ejército de Termes quedó emparedado entre dos fuegos, el naval y el de infantería, sellando una derrota histórica.

La matanza fue inaudita. De 14.000 hombres sólo consiguieron huir 1.500, el resto había muerto o había sido capturado, como le pasó al propio Termes. En menos de un año se habían evaporado los dos mayores ejércitos franceses, junto con sus mejores generales.

Privado de ellos, lo próximo sería ver desfilar a los tercios españoles por el centro de París, así que, rendido ante la evidencia, Enrique II hincó la rodilla y ofreció a Felipe II un tratado de paz con el que, al menos, pudiese salvar los muebles y la cabeza.

Los muebles sí los salvó. En la Paz de Cateau-Cambrésis Francia recuperó las plazas perdidas en Picardía a cambio de no volver a meterse en Italia y, sobre todo, de colaborar con España en detener la Reforma luterana. Lo que no pudo salvar fue la cabeza.

Para celebrar el tratado organizó una justa en la que perdió un ojo de una lanzada. La herida se infectó y le envió a la tumba al cabo de unas semanas. El tratado fue, sin embargo, muy fructífero. Dejó dibujado el mapa de Europa durante una centuria y marcó el inicio del siglo español, cien años exactos que van de la Paz de Cateau-Cambrésis a la de los Pirineos, firmada en 1659 por Luis XIV y Felipe IV, nieto perezoso y decadente de Felipe II. Durante ese tiempo la monarquía española fue literalmente la dueña del mundo. Y todo gracias a dos batallas especialmente afortunadas, dos pilares sobre los que se levantó un imperio en el que durante siglos el sol se negó a ponerse.

El enigma de Cristobal Colón





Tal dia como hoy de hace exactamente 506 años murió en Valladolid el cartógrafo, almirante, virrey, gobernador general de las Indias y descubridor Cristóbal Colón. En el siguiente documental se plantean arrojar luz sobre algunos de los misterios que envuelven la figura de Cristóbal Colón a partir de los 150 gramos de huesos que reposan en la catedral de Sevilla:

Cuarta cruzada


La Cuarta Cruzada tuvo lugar entre 1202 y 1204 y es también conocida como la "cruzada mercantil" por haber sido desviada de su propósito original por el duque de Venecia, Enrico Dandolo, quien promovió el saqueo de la ciudad de Zara (actual Zadar, Croacia) primero, y luego de Constantinopla, donde se fundó el Imperio Latino de Constantinopla.



En el año 1198 el Papa Inocencio III comenzó a predicar una nueva cruzada para recuperar Tierra Santa de manos de los musulmanes. La convocatoria tuvo cierto éxito entre la nobleza europea y la cruzada fue emprendida por Balduino IX, conde de Flandes, y Bonifacio II, marqués de Montferrat. El traslado de los ejércitos cruzados se llevó a cabo desde Venecia, república comercial que en aquel entonces mantenía una gran tensión con Constantinopla debido a la masacre y confiscación de bienes que sufrieron en 1182 los comerciantes venecianos como represalia por sus excesivos privilegios comerciales.


Si por un lado la pretensión papal de esta cruzada apuntaba a la destrucción del poderío musulmán en Egipto y luego en Jerusalén, por otro lado la tensión entre Venecia y los bizantinos acabaría por influir en el transcurso de las operaciones militares, cuyos objetivos se centraron cada vez más en Constantinopla. La ciudad Estado de Venecia influyó de manera determiante en el saqueo de Constantinopla debido a la intención de vengar la masacre de sus mercaderes. Además, Egipto tenía buenas relaciones en todos los niveles con Venecia.


Inocencio III

Los caballeros cruzados estaban en dificultades económicas para pagar los 85.000 marcos de oro que Venecia había exigido por el transporte de sus ejércitos hacia Egipto. Las tropas cruzadas estaban acampadas en la isla de Lido en espera de una solución al pago de la travesía, cuando recibieron una propuesta del duque veneciano Enrico Dandolo quien les propuso aplazar el pago de su deuda a cambio de que en lugar de rescatar Jerusalén con una incursión en Egipto, como era el plan original, ayudaran a los venecianos a reconquistar la ciudad de Zara.


Esta ciudad llegó a caer en el poder de los ejércitos cruzados en 1202, en contra de los deseos del papa Inocencio III, quién condenó enérgicamente la secularización de la Cuarta Cruzada e incluso excomulgó a los líderes venecianos.


Llegaron noticias Constantinopla de que el emperador Isaac II había sido derrocado por su hermano Alejo III. El hijo de Isaac II, de nombre Alejo IV, logró escapar y pidió ayuda a los cruzados para recuperar el trono, con lo que se tenían que desviar de su camino hacia Jerusalén e ir a Constantinopla. A cambio les prometió dinero y recursos del Imperio para la reconquista de Jerusalén.


En 1203 los cruzados tomaron Constantinopla y coronaron a Alejo IV como emperador de Bizancio junto con su padre, Isaac II. El papa Inocencio III acepta la situación, soñando con un acercamiento entre la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa. Los nuevos emperadores debieron establecer nuevos impuestos para el pago de las promesas hechas a los cruzados, lo que rápidamente produjo revueltas en todo el Imperio Bizantino.


Mapa de la Cuarta Cruzada


Alejo IV murió a manos de los bizantinos, lo que impulsó a Venecia para recuperar el poder en el Bósforo. Para ello contaron con el apoyo de los cruzados, que en abril del año 1204 atacaron Constantinopla de nuevo, lo que produjo tres días de masacres y saqueos en la ciudad.


Estatuas, mosaicos, reliquias y riquezas acumuladas durante casi un milenio fueron saqueados o destruidos durante los incendios. Se decidió crear un estado llamado Imperio Latino de Constantinopla, que sería sucesor del destruido Imperio Bizantino y heredero de él. Su primer monarca fue Balduino IX de Flandes.


Aunque debilitado el Imperio Bizantino no llegó a desaparecer. Recuperó su fuerza en el año 1261 cuando Miguel VIII Paleólogo, emperador de Nicea, toma el poder y hace renacer a Bizancio.



La tregua firmada durante la Tercera Cruzada (Cruzada de los Reyes) por Ricardo Corazón de León y Saladino en 1191 se mantuvo, a pesar de la desastrosa Cuarta Cruzada.

Isla Areia Vermelha

Ésta isla esporádica frente a la costa de Brasil (aparece sólo cuando baja la marea unos veinte días al mes), recibe la visita de hasta 2.000 barcos en un sólo fin de semana.



Se llama Areia Vermelha, y es un fenómeno natural muy esperado, un pequeño banco de arena sobre una formación coralina que se encuentra a 2 kilómetros de la costa y la playa en la ciudad de Joao Pessoa, en Brasil. El paraíso, evidentemente es demasiado pequeño para una ciudad que cuenta con unos 700.000 habitantes. Claro que no es la única playa pero sí es una de las más disfrutadas por sus habitantes, que saben que junto a las mareas, lo bueno no dura demasiado.