miércoles, 14 de noviembre de 2012

Alonso de Ojeda


Don Juan Rodríguez de Fonseca, que culminaría su carrera eclesiástica ocupando la silla episcopal de Burgos, era, según Las Casas, «muy capaz para mundanos negocios, señaladamente para congregar gente de guerra para armadas por la mar, que era más oficio de vizcaínos quede obispos».

Ello explica que a partir del segundo viaje colombino, en cuya preparación, siendo arcediano de Sevilla, intervino decisivamente, ocupase cargos de tanta relevancia como presidente del Consejo de Indias y miembro de la Casa de Contratación para asuntos comerciales.


Probablemente fue este prelado quien promovió o autorizó el primer viaje al Nuevo Mundo capitaneado por Alonso de Ojeda, que inauguraba las campañas ajenas al descubridor genovés.

Pese a los derechos oficialmente reservados al almirante colon, el horizonte de las tierras recién halladas era excesivamente ancho para ser un privilegio familiar; así debió de pensarlo Fonseca cuando decidio encomendar una nueva expedición a Ojeda, distinguido por su actitud durante el segundo viaje de Colón.
Aunque sabemos poco de la carabela preparada para esta campaña, a la que quizá se incorporó otra apresada en la costa africana, sabemos que llevaba entre sus tripulantes , el cartógrafo Juan de la Cosa, veterano de otras navegaciones que iba a perfilar como piloto mayor de este viaje su celebre planisferio, y el florentino Américo Vespucio, en su primer viaje al continente que inmortalizó su nombre; También se contaban entre los tripulantes, el capitán Hernando de Guevara, los pilotos Juan Vizcaíno, Juan Sánchez Chamorro y Juan López de Sevilla, así como los contramaestres Nicola Veneciano y Pedro Mateos .

Ojeda, nacido en Cuenca hacia 1466,tenía entonces poco más de treinta años, si bien se había distinguido ya por su valor y su fortaleza física tanto en la conquista de Granada como en la segunda expedición colombina, durante la cual llevó a cabo el reconocimiento de la isla Guadalupe, descubrió en la isla Española la zona montañosa de Cibao y soportó con ejemplar entereza los ataques del cacique Caonabó, al que apresaría al fin, mereciendo por ello una concesión de tierras en la Managua dominicana.

Dejando a un lado las vicisitudes de los tres viajes que él mismo mandó, Ojeda vivió pobremente sus últimos años en la isla Española,donde moriría en 1515, quizá, retirado en un convento franciscano. La descripcion fisica nos la destacó Bartolomé de Las Casas: «Pequeño de cuerpo, pero muy bien proporcionado y muy bien dispuesto, hermoso de gesto, la cara hermosa y los ojos muy grandes, de los más sueltos hombres en correr y hacer vueltas y en todas otras cosas de fuerzas».

La primera campaña de Alonso de Ojeda se inició a dos pasos de Cádiz, en el Puerto de Santa María, el 18 de mayo de 1499, desde donde se encaminó a la costa africana. Más tarde se acusó a Ojeda de haber vendido armas y pólvora a los moros de Safi (Marruecos) y de haberse apoderado aquí de una nave onubense con la que siguió viaje a la isla canaria de Lanzarote. Debía Ojeda de sentirse pobremente aparejado, porque tampoco se libró de una denuncia por ciertas sustracciones de toneles, cabos y aparejos llevadas acabo sobre otros buques fondeados en la misma isla y hurtados de un almacén propiedad de doña Inés de Peraza, hija de aquella gobernadora lanzaroteña, doña Beatriz de Bobadilla, de quien Colón se sintió enamorado. De Lanzarote siguió a Fuerteventura, Gran Canaria, Tenerife y Gomera.

Ojeda conocía la derrota y cartas trazadas durante el tercer viaje de Colón, y pretende ahora seguir una vía parecida aunque quizá más próxima a la línea ecuatorial. A los veinticinco días de abandonar las Canarias avistan los expedicionarios el continente americano, más al sudeste de donde lo había hecho el almirante, ante las Guayanas, y costean la tierra firme pasando por el extenso delta que el Orinoco dibuja antes de morir en el Atlántico, para llegar después al golfo de Paria, dejando por estribor la isla de Trinidad.

Despues de mantener relaciones pacíficas con los indígenas de las riberas, siguieron hacia poniente de la tierra firme, se metieron por las Bocas del Dragón, entre aquella isla y la península de Paria. Ya en pleno mar caribeño, navegaron a largo de la costa continental y se detuvieron en la isla la Margarita, cuyo interior reconocieron, para hacerlo más tarde en Chichiriviche, al sur de la isla de Bonaire y no lejos del actual Puerto Cabello, donde sostuvieron escaramuzas con los naturales. Pasaron también a la isla de Curaçao, que bautizaron de los Gigantes, y hacia el 9 de agosto, navegando entre la isla de Aruba y la península de Paraguaná, hallaron un hermoso golfo en cuya ribera occidental llamó la atención de los españoles un poblado palafítico, con viviendas construidas sobre estacas hincadas en el fondo del agua, lo que sugirió, a Américo Vespucio, el recuerdo de Venecia, razón del diminutivo Venezuela qúe hoy da nombre al gran país sudamericano.

Más al sur, llegaron al actual lago de Maracaibo, que nombraron puerto de San Bartolomé. Los nativos rodearon con sus canoas a las naves españolas, pero después cambiaron su disposición amistosa por una abierta hostilidad, a la que Ojeda respondió abriendo fuego y causando algunas víctimas. De allí se llevaría una joven prisionera, útil como intérprete, que le acompañaria en su siguiente viaje a través del Atlántico.

La expedición continuó hacia el oeste, bordeando la península de Guajira hasta el cabo de la Vela, hoy territorio colombiano, representado por Juan de la Cosa, en su carta firmada en el año 1500. En este punto, que señala el límite de sus descubrimientos, cargaron palo campeche y fueron hacia el norte en busca de bastimentos y de una buena carena de la que tan necesitadas iban las carabelas.

El 5 deseptiembre fondeaban en el surgidero de Yaquimo, en la zona de Xaragua, de la isla Española, hoy bahía haitiana de Jacmel. Aquí abandonaron la más maltratada de sus naves y, después de algunos problemas con los españoles residentes en aquella isla, Ojeda partió hacia el norte, hizo—pese a la prohibición real— algunos esclavos en las Bahamas y alrededor del mes de junio estaba de regreso en España.

Aunque se sirvió de cartas o relatos del tercer viaje de Colón, se ha de atribuir a Ojeda el avistamiento de una zona continental que abarca más o menos desde los 5° de latitud Norte, en el actual territorio de las Guayanas, hasta el delta del Orinoco, ya observado por Colón en su tercer viaje, sobre los 9° por encima de la línea equinoccial; la primera exploración por el interior de la isla Margarita y el descubrimiento de las costas e islas que las cartas geográficas representan desde la península venezolana de Araya hasta el colombiano cabo de la Vela. Segun parece fue Ojeda el primer español que puso pie en la América del Sur.

Si bien el primer viaje no rindió beneficios tangibles, y aún supuso una considerable merma de su patrimonio, Ojeda comenzó pronto a gestionar la organización de una nueva campaña hacia la misma región por él descubierta. El 8 de junio de 1501, los reyes autorizan a Rodríguez de Fonseca para que dé licencia a Ojeda a fin de que pueda volver a la Costa de las Perlas (zona próxima a Margarita, excluida la de Paria) e incluso establecer allí alguna factoría comercial. Al mismo tiempo se le nombraba gobernador de la provincia de Coquibacoa, nombre actual de un municipio próximo a Maracaibo, pero que entonces designaba a lo que los españoles habían bautizado como Venezuela.

La ayuda financiera de dos socios, Ocampo y Vergara, que también participarían en el viaje, permitió reunir en esta ocasión cuatro naves: La Santa María de la Antigua, capitaneada por el citado García de Ocampo; la Santa María de Granada, al mando del socio Juan de Vergara; la carabela Magdalena, que obedecía a Pedro de Ojeda, sobrino de Alonso, y el carabelón o bergantín Santa Ana, bajo las órdenes de Hernando de Guevara, veterano de la expedición anteriormente relatada, todos obedientes a Ojeda, capitán general de la empresa.

La flota partió de Cádiz a principios de enero de 1502 y, quizá huyendo del mal recuerdo que la campaña anterior había dejado en las Canarias, no se detuvo hasta la isla de Santiago en cabo verde, donde los tratos con los portugúeses para hacer provisiones dieron lugar a varios incidentes.

Hacia el 10 de marzo, con la despensa exhausta y los estómagos clamando consuelo, llegaron los españoles al golfo de Paria y, conforme a las instrucciones recibidas,siguieron camino al oeste. El día 24, a la vista de la isla Margarita, un accidente de mar causó la pérdida del carabelón Santa Ana. Se detuvieron en un punto de la península de Paraguaná que llamaron Valfermoso, hoy Coro, sin evitar refriegas con los naturales.

La necesidad aconsejó a Ojeda envíar la nao Granada, con Juan de Vergara por capitán, para traer víveres desde Jamaica, a donde partió el 12 de abril.Ojeda pasó el golfo de Venezuela y continuó hasta el puerto de Santa Cruz, actual bahía Honda, en la península de la Guajira y a poca distancia del ya descubierto cabo de la Vela.

Pese a la enemistosa actitud de los naturales ribereños, quiso fundar allí, y no en la Costa de las Perlas, una colonia. Su propia gente, recelosa por el hecho de que Ojeda hubiese reclamado el depósito de todo el oro procedente de los indios, mostraba su descontento, al que tampoco eran ajenas el hambre y las fatigas. La situación incitó a Juan de Vergara, ya de regreso de Jamaica, a aliarse con García de Ocampo para quitarle el mando a Ojeda y llevarle preso a Santo Domingo, lo que sucedía por el mes de junio de 1502.

Despues de pleitear en la Española, parece que, valiéndose de la influencia de Rodríguez de Fonseca, consiguió Ojeda volver libre a España antes de que terminase aquel año.

Los pobres resultados de la segunda expedición están bien a la vista: Ni descubrió nuevas tierras, ni llevó a cabo una fundación estable, ni consiguió mantener un trato amistoso con los habitantes de las tierras visitadas.

Aunque en 1504 la Corona había firmado una capitulación con Ojeda, permitiéndole establecer un asentamiento en las proximidades del golfo de Urabá, también llamado Darién del Norte, en la costa noroccidental de la actual Colombia, dejando a parte el territorio ya descubierto por Colón y Rodrigo de Bastidas, no hay ningun dato de que tal proyecto se hubiese realizado.

La Junta de Burgos de 1507 autorizó exploraciones de Ojeda en la costa de Nueva Andalucía, desde el cabo de la Vela hasta el golfo de Urabá, reservando para Diego de Nicuesa la ribera del Darién hoy panameño, ambos con títulos de gobernadores.
Para esta empresa consiguió Ojeda la colaboración del sevillano Martín Fernández de Enciso, autor del que sin duda fue el primer libro sobre el Nuevo Mundo, «Suma de Geographia que tracta de todas las partes etprovincias del mundo, en especial de las Indias» , publicado en 1519. Logró alistar cuatro buques y enrolar dos centenares largos de hombres, entre los que iban dos de especial relieve: El cartógrafo montañés Juan de la Cosa, ahora teniente de gobernador, y un soldado de 33 años llamado Francisco Pizarro, que hacía sus primeras escaramuzas por tierras americanas.

Después de discutir con Nicuesa el límite de sus concesiones, y de establecerlo en el actual río colombiano de Atrato, el 10 de noviembre de 1509 partió Ojeda con sus barcos desde la isla Española. Pocas jornadas después estaban en la zona de la actual Cartagena de Indias; los contactos con los indígenas no fueron cordiales, pese a las protestas del gobernador justificando las refriegas. Juan de la Cosa, conocedor de que los indios usaban flechas emponzoñadas, recomendó una actitud comedida, pero Ojeda atacó; y aunque al principio resultó victorioso, persiguió a los indios en su huida hasta Turbaco, donde los hábiles flecheros sorprendieron a los españoles y les causaron un centenar de muertos, entre ellos el propio Juan de la Cosa.Sólo la imprevista llegada de Diego de Nicuesa permitió el desquite de Ojeda, que causó gran mortandad entre los naturales.

El 10 de febrero de 1510 estaba Ojeda en el golfo de Urabá y funda ese mismo día la villa de San Sebastián, con un fuerte para ponerse a salvo de los ataques indios. El hambre, las enfermedades y las flechas «con hierba» empezaron a hacer verdaderos estragos, a los que no ponía remedio la presencia de la nave que supuestamente preparaba Fernández Enciso en la isla Española.

El propio Ojeda cae herido de flecha envenenada y soporta con la aplicación de dos planchas de hierro candente, la tremenda cauterización de una pierna, así como la invalidez consiguiente. Era tan grave la situación, que el gobernador decide ir a la Española en busca de refuerzos y dejar en San Sebastián a sus hombres al mando de Pizarro, quien tampoco tardaría en levantar el campo y trasladarse con su gente a un emplazamiento más saludable y seguro. Corría el mes de mayo de 1510 cuando Ojeda, aprovechando la presencia en aquellas aguas de un barco robado por un tal Bernardino de Talavera, consiguió que éste le llevase hasta Cuba, y después de durísimas peripecias consiguió llegar hasta la Española. Sus gestiones no consiguieron el auxilio necesario para la gente de San Sebastián, y parece que murió pobre hasta el extremo en Santo Domingo, en 1515.

Salvo algún recoveco costero, no puede decirse que Alonso de Ojeda hubiese descubierto la zona que va desde Cartagena al golfo de Urabá, aguas ya navegadas por Bastidas. Brilló su valor, pero con su audacia mezcló la imprudencia .

De esta última campaña se recordará la fundación de la villa de San Sebastián, precedente primerísimo en tierra continental de los muchos asentamientos europeos que allí registra la Historia.

El Gran Capitán


En el otoño de 1494 un jovenzuelo y alocado monarca francés que se llamaba Carlos decidió invadir Italia y empezar a cosechar glorias desde el primer minuto de su reinado. El plan era ambicioso y arriesgado. Tenía que cruzar los Alpes, transitar por el Milanesado y la Toscana sin contratiempos, detenerse en Roma para ser coronado y terminar la gira en Nápoles, para destronar al decadente y poco motivado rey del vecchio regno, Ferrante II, a quien llamaban Ferrandino por lo apocado y falto de espíritu que era.

Como era joven, valentón e irresponsable, no se preocupó de las consecuencias de su aventura. El emperador de Austria miraría para otro lado. El rey de Inglaterra poco podía decir, estaba muy lejos. En cuanto al de Aragón, único que podía sentirse directamente concernido, acababa de ser recompensado con la devolución de la Cerdaña y el Rosellón, dos comarcas que habían caído en manos francesas durante la guerra civil catalana, unos años antes. Eso era, más o menos, lo que circulaba por su cabecita antes de ordenar a sus generales que cargasen las mulas y enfilasen el camino de Milán.
Todo le salió como la seda, al menos al principio. En febrero del año siguiente hizo su entrada triunfal en Nápoles. Ferrandino, fiel a su carácter, salió disparado al sur, a Calabria, buscando la cercanía de Sicilia, que era parte de la Corona de Aragón.

Mientras todo esto sucedía en Italia, Fernando de Aragón, el Católico, esperaba tranquilo. El Papa Alejandro VI, que era valenciano, le había avisado de la cabalgada francesa, de los excesos de sus tropas y de lo mal que le caía el presuntuoso niñato que, en un abrir y cerrar de ojos, se había adueñado de Italia. El rey se hizo el sueco, no movilizó al ejército de Sicilia ni envió un contingente por si Carlos, a quien aún le quedaba cuerda, tenía la ocurrencia de cruzar el estrecho de Mesina.

Muy al contrario, dejó hacer al frances y se concentró en urdir una gran alianza internacional contra él. Decir que Carlos era muy malo y él muy bueno no colaba, así que tramó una coartada para que todos picasen el anzuelo. Propuso al Papa crear una Liga Santa para frenar el avance de los turcos en el Jónico. Todo un clásico. Eso implicaba que Francia debía abandonar Nápoles. El Pontífice lo recibió de mil amores y cursó petición a todos los reyes de la Cristiandad, incluido el de Francia. Venecia se apuntó a la primera; le siguieron Austria, Inglaterra, Castilla y Aragón. Carlos dijo que nones, que para defender Nápoles de los sarracenos ya se bastaba el sólito. Había caído en la trampa.

Rodeado Carlos por los cuatro puntos cardinales, Venecia llegó a un acuerdo con Milán para atacar a los franceses por el norte. Carlos acudió al combate sin saber que le esperaba una bochornosa derrota, de la que salió con vida de milagro. El sur, que era donde se ventilaba lo importante, se lo reservó Fernando. Envió una flota armada hasta los dientes al mando de Garcerán de Requesens. A bordo viajaba Gonzalo Fernández de Córdoba, un capitán castellano que había servido en la guerra de Granada. Conjugaba en perfecta armonía valor, inteligencia y mano izquierda, ingredientes que, no tan casualmente, se dan en todos los grandes generales de la historia. Gonzalo lo fue, y con letras mayúsculas.

Las órdenes de Gonzalo eran restituir a la familia real, la de Ferrandino, en el trono napolitano. Para ello habría de trasladar el ejército hasta la península, liquidar a los franceses, reconquistar Nápoles y asegurarse el control de varias fortalezas. Casi nada.

Con lo que había traído de España y el refuerzo de los napolitanos leales a Ferrandino franqueó el estrecho y, ya en Calabria, buscó el encuentro con los franceses, a quienes pensaba pasaportar de una tacada. Error fatal, porque los que le estaban esperando eran los propios franceses, que se habían anticipado al plan del cordobés. En Seminara Gonzalo cobró su primera y última derrota en Italia. El ejército de Montpensier estaba mejor preparado y había hecho un uso combinado de la artillería y la caballería que era casi imposible de replicar con las artes de la guerra que Gonzalo traía aprendidas de España.

Acantonó a sus tropas en Reggio, para reponerse y reflexionar sobre el desastre. Había una cosa buena: no habían conseguido obligarles a regresar a Sicilia, y otra mala: eran más, y mejor armados, de lo que pensaba. Tenía, además, que aprender del enemigo. Los franceses estaban muy bien organizados, sus distintas compañías funcionaban con precisión, sin estorbarse y entrando en combate en el momento adecuado. Había que inventarse de cero la milicia española, y había que hacerlo rápido: los franceses no le iban a dar otra oportunidad.

Escribió a los reyes para que le enviasen refuerzos, soldados, cuantos más mejor, y dinero, que sin ese no hay ni guerra, ni gloria ni nada de nada. Procedió entonces a reorganizar su ejército. Restringió el uso de ballesteros, que eran una antigualla, y de los incontrolables jinetes ligeros para dar protagonismo a los arcabuceros –uno por cada cinco infantes– y a la infantería. Los primeros podrían descabalgar a distancia a los resueltos jinetes franceses; los segundos darían buena cuenta de los piqueros suizos, que Carlos utilizaba con profusión. Para asaltar las compañías de piqueros ordenó que los infantes llevasen dos lanzas, y una espada corta para clavar en los vientres de los enemigos. Los españoles siempre hemos tenido mucho arte con las espadas cortas; de ahí a la navaja y al navajazo hay sólo un paso.

La estrategia también tenía que cambiar. La batalla campal y otras simplezas tácticas medievales ya no valían. Creó divisiones mandadas por un coronel y dejó de lado la antigua columna de viaje, sustituyéndola por el orden de combate, de manera que los soldados siempre estaban preparados para luchar. Con todo, su innovación más original fue la de motivar a los soldados. Les hizo sentirse parte de algo importante, no mera carne de cañón en busca de botín. No escatimó ni dinero ni tiempo para adiestrar a sus hombres, incentivó los ascensos por méritos y estimuló el sentido del honor y de servicio a una causa.

Gonzalo Fernández de Córdoba no lo sabía, pero esa reforma sería el germen de los tercios españoles, una máquina de hacer la guerra que estuvo ganando batallas ininterrumpidamente durante siglo y medio. Los primeros en probar la medicina hispana fueron los franceses de Montpensier, y tal fue el palo que se llevaron que, tras batirse con la infantería española, aseguraron no haber peleado "contra hombres sino contra diablos".

En julio de 1496 Gonzalo estaba de nuevo en marcha. Los franceses se habían retirado hacia Apulia y tenían sitiada la plaza de Atella, a medio camino entre Nápoles y Tarento. Enterado Alejandro VI del paradero de Montpensier, escribió al capitán andaluz para pedir su auxilio. Esta vez fue cosa de llegar, ver y vencer. Los franceses fueron diezmados y huyeron hacia el norte.


Gonzalo se dirigió a Nápoles, donde entró días después aclamado por los napolitanos: "Por común consentimiento de todos fue juzgado ser verdadero merecedor del nombre de Gran Capitán".

La aventura del inexperto Carlos VIII había terminado peor que mal: no sólo no había conquistado Nápoles, sino que se lo había entregado en bandeja a Fernando de Aragón, su peor enemigo. El francés apenas tuvo tiempo para recrearse en su odio: poco después murió, como consecuencia de un accidente doméstico, sin dejar descendencia. Se dio un golpe en la cabeza contra el dintel de una puerta. Y es que la precipitación termina pasando factura.

El sucesor de Carlos, Luis XII, heredó, aparte de la corona, la apetencias de quedarse con Italia. Pero no era tan ingenuo. Antes de tirarse a la piscina se lo pensó dos veces y se buscó algunos aliados. En 1499 los franceses estaban de vuelta en Milán. Fernando, que tenía abiertos varios frentes, se avino a negociar. Invitó a Luis XII a firmar un tratado para repartirse la Bota entre los dos: el norte para Francia y el sur para España. El francés aceptó encantado y envainó el sable, en espera de mejor ocasión.

Ocasión que no tardaría en presentarse porque, como es bien sabido, dos gallos no pueden compartir el mismo corral. Felipe de Habsburgo, el Hermoso, que estaba casado con Juana de Castilla, la Loca, pensó que esa era su oportunidad para ir haciéndose un capitalito al margen de lo que heredase. Concertó un acuerdo con Luis XII en Lyon por el que reinaría en Nápoles hasta que su hijo Carlos (el futuro Carlos V) y la hija del rey de Francia, Claudia, estuviesen en edad de merecer y de heredar. El plan era tan tonto como su creador. Fernando no tragó y ordenó a las compañías españolas en Nápoles que se pusiesen en pie de guerra.

Gonzalo, que había regresado a España convertido en lo más parecido a un héroe, fue enviado de nuevo al escenario de sus triunfos pasados. Fernando ordenó armar dos flotas: una en Barcelona y otra en Cartagena, para dejar claro que la empresa italiana era ya un asunto que concernía por igual a castellanos y aragoneses; spagnoli, tal y como eran conocidos ambos en Italia.

El Gran Capitán se dirigió a Mesina para reunirse con los regimientos de Calabria, y allí recibió el apoyo de una tercera flota, capitaneada por Luis de Portocarrero. El Católico había puesto toda la carne en el asador. Italia sería española o no sería, así de sencillo. Gonzalo, entretanto, ansioso por encontrarse de nuevo con los franceses, se internó en la península y fue a dar con ellos en un lugar muy familiar: Seminara, el mismo en que había sido derrotado años atrás. Esta vez fue diferente: machacó a la tropa gala y siguió avanzando.

Luis XII había destacado en Italia al duque de Nemours, un joven y ambicioso general llamado a ser la horma del zapato de Gonzalo. El francés se retiró hasta la costa del Adriático para recibir ayuda de los venecianos, que se habían puesto de su lado. Puso sitio a Barletta y espero a que el andaluz corriese en su auxilio. Ese sería el cebo: una vez allí, otro ejército francés, liderado por el propio Nemours, le saltaría por la espalda. Gonzalo, como estaba previsto, acudió a liberar Barletta. Entonces todo el plan de Nemours se torció.

Gonzalo levantó el asedio en tiempo récord, y antes de que Nemours pudiese moverse salió en su búsqueda. Se lo encontró un poco más al norte, en Ceriñola. El plan de batalla de Gonzalo fue magistral. Mandó cavar unos fosos para detener a la caballería a piquetazos. Hecho esto, descargó toda su pólvora sobre los piqueros suizos y lo que quedaba de caballería. Entonces, cuando el enemigo estaba tocado de muerte, cargó con 6.000 infantes y 1.500 caballeros. La derrota francesa fue total. En el recuento de bajas sólo había 100 españoles muertos, por 3.000 franceses, entre los que se encontraba el propio Nemours.

Enterado Gonzalo de que su rival se había dejado la vida en el lance, ordenó que trajesen el cadáver ante su presencia. Ante la estupefacción de sus oficiales, le dedicó un sentido homenaje e hizo que le sepultasen con honores. Lo cortés no está reñido con lo valiente. Hasta en esto Gonzalo Fernández de Córdoba se adelantó a su tiempo.

Con idea de evitar que el enemigo se reagrupase, la hueste española corrió hacia Nápoles, donde el Gran Capitán fue recibido como uno de los héroes de la Antigüedad. Los nobles napolitanos habían encargado un arco del triunfo para que Gonzalo lo atravesase con sus hombres. El cordobés se negó elegantemente: aquel reino no le pertenecía a él, sino a Fernando el Católico. Alardes de nobleza como éste le valieron una fama que cruzó Europa de punta a punta. El condottiero español era, amén de invencible, leal y caballeroso.

Los franceses, sin embargo, no se habían rendido. Luis XII, emperrado con Nápoles como un niño pequeño, envió tropas de refuerzo a Gaeta. Gonzalo acudió a su encuentro desplegando una estrategia tan novedosa como inteligente. En lugar de cargar directamente sobre Gaeta, dejó que los franceses se confiasen y bajasen hasta el río Garellano con toda su artillería. Diseminó sus compañías a lo largo de varios kilómetros de barrizales para desgastar al enemigo. Llegado el momento, ordenó cruzar el río, rematar a los dispersos artilleros franceses y, ya sin defensas, rendir Gaeta con pocas bajas. Una soberbia lección de cómo se gana una batalla, y de cómo se obedecen las órdenes. Fernando le había pedido por carta que no malgastase hombres ni dineros, que evitase las carnicerías; "mucho más nos serviréis en conservar eso con paz que en darnos todo el reino con guerra".

Tras la victoria de Garellano, Luis XII entendió que de Roma para abajo todo esfuerzo era inútil. Los españoles había puesto una pica en Nápoles, y no había modo de arrancarla del suelo. La pica seguiría clavada en el soleado mezzogiorno durante dos siglos más, hasta la paz de Utrecht. Ya desvinculada de la corona española, Nápoles permanecería ligada a España por lazos dinásticos hasta que, en 1860, Garibaldi incorporó el vecchio regno a la Italia de los Saboya.

La empresa italiana fue la más provechosa y afortunada de cuantas España ha emprendido en Europa. Un torrente de refinada cultura italiana se derramó sobre nuestro país. Nápoles se convirtió en la ciudad más próspera y poblada de corona. A cambio, los primeros tomates llegados de América en las flotas de Indias posibilitaron que algún napolitano ingenioso inventase la pizza, el plato más universal del mundo. La toponimia, los apellidos y hasta ciertas formas dialectales del sur de Italia guardan memoria de la dilatada presencia española. Nuestra lengua se llenó de italianismos que traían pintores, escultores y músicos.