SAM: ¿Qué es eso?;
GIMLI: Sólo un jirón de nube.;
BOROMIR: Se mueve veloz. Y contra el viento.;
LEGOLAS: ¡Crebains de las Tierras Brunas!;
ARAGORN: ¡Escondeos!;
BOROMIR: ¡Merry! ¡Pippin!;
ARAGORN: ¡Frodo! ¡Sam! ¡A cubierto!;
GANDALF: Espías de Saruman.
El terreno es firme, la superficie está congelada y cubierta de nieve; hay varias bases de exploración permanentes y gente explorando de un sitio a otro. Un conocido enclave es la base de McMurdo y los relojes y saber qué hora es es algo relevante. En la Antártida el mapa oficial de los husos horarios muestra las líneas de cambio de zona que "bajan" junto con las de longitud y los meridianos desde el resto del globo, más o menos como cabría esperar. Algunas zonas están agrupadas y simplificadas; en total hay más de una decena. Al igual que en mitad de los océanos y en otras partes en el polo Sur para evitar problemas de descoordinación se utiliza la hora UTC (tiempo universal coordinado) aunque en algunas zonas se usa alternativamente también la zona horaria de los territorios cercanos, como Nueva Zelanda por ejemplo.
En el punto de las coordenadas con latitud 90º S hay un lugar donde confluirían todas las zonas horarias, perolas zonas están dibujadas de tal forma que alrededor de ese punto hay un círculo de algunos cientos de kilómetros, todos en horario UTC+13. Así que en estás exactamente en el polo Sur estás en UTC+13 mientras en Madrid es UTC+1 (o una hora más en verano), y no, no se puede ir saltando rápidamente alrededor de varias zonas porque están bastante separadas. Polo Norte
En el polo Norte a 90º N la situación es todavía más extraña, allí no hay un continente debajo y el océano Ártico está cubierto intermitentemente de hielo en continuo desplazamiento; es menos habitual encontrar bases y a nadie le importa realmente mucho la hora que sea en un lugar concreto. Oficialmente no hay zonas asignadas y los aventureros que viajan por allí eligen por comodidad o bien UTC o bien GMT, aunque a veces usan la hora que consideren conveniente. No es fácil encontrar mapas que en las proyecciones marquen la zona del polo Norte con las zonas horarias. En algunos hay un color blanco difuminado, como si se tratara de la nada, en los globos terráqueos suele ser el punto en que el eje y el tornillo sujetan la esfera; en otras proyecciones como esta de Rusia de la Universidad de Austin (Texas) unas divisiones teóricas de zonas horarias internacionales.
Hace apenas dos siglos, diez millones de nativos poblaban el norte del continente americano. Aunque todos vivían ligados al ritmo impuesto por la naturaleza, las diferencias en los hábitos de cada tribu eran considerables. Objeto de largas discusiones científicas durante mucho tiempo, las últimas investigaciones sitúan hace sesenta mil años ,en el Pleistoceno ,la inicial presencia del ser humano sobre suelo americano. Sucesivas migraciones procedentes de Mongolia y de otras regiones del corazón de Asia habrían atravesado el espacio actualmente ocupado por el Estrecho de Bering, que separa ambos continentes con una anchura mínima de 75 kilómetros. Debido a las glaciaciones, el descenso del nivel del mar habría desecado este espacio y permitido la entrada de los contingentes migratorios a través de un puente terrestre, que más adelante se sumergirla. Se trataría de grupos de unas cien personas que vivirían de la caza y la pesca, trasladándose de lugar en cada estación del año. Habituados a soportar condiciones físicas muy desfavorables en sus lugares de origen, debieron verse empujados a la marcha hacia los nuevos espacios en busca de alimentos. Los nuevos moradores del continente americano traían desde aquellas profundidades asiáticas métodos y conocimientos largamente experimentados por sus antecesores, como el fuego o la domesticación del perro. También aportaron la utilización de armas como el arpón y las técnicas de una arcaica fabricación de cuerdas y redes, así como de cestería, que iban a aplicar en los nuevos lugares donde se establecieron.
Los iroqueses y demás pobladores de los grandes lagos. Estos nuevos moradores también trajeron consigo toda una serie de creencias religiosas y la práctica de rituales por medio de los cuales veneraban a sus dioses. Sería necesario que pasaran de diez a quince generaciones para que estos contingentes se asentasen definitivamente en sus nuevos lugares de destino, todos ellos comprobaban que cuanto más al sur transitaban mejores condiciones climáticas encontraban y más facilidad para procurarse alimentos. Cuando tuvieron lugar las iniciales penetraciones europeas -a finales del siglo XV- se calcula Que unos noventa millones de personas poblaban el continente americano. De ellos, unos diez millones se situaban en el espacio correspondiente a Estados Unidos y Canadá, mucho menos poblado entonces que la zona de México y el sur andino, donde habían florecido las grandes civilizaciones precolombinas. Por tanto, ¿cómo eran aquellos amerindios que poblaban el norte de América? Las características geoclímátícas fueron las que delimitaron las zonas de asentamiento de los nativos y conformaron las singularidades de las tribus
En honor a Manitu , asi llamaban la mayoria de los pieles rojas al gran espiritu.Ademas de este dios bondadoso , cada tribu creia en un gran numero de divinidades a las que se acercaba a traves de decenas de ceremonias (ritual de los hano , 1904)
Desde los Grandes lagos al litoral atlántico, las regiones templadas del noroeste están cubiertas de inmensos bosques; robles, castaños y nogales al sur; arces., abedules y hayas al norte. El suave clima en la mayor parte de este territorio permitió la presencia humana desde fechas tempranas (sobre el 7000 a.C). Allí, los hospitalarios y pacíficos wínebago coexistían con los temibles guerreros kíckapco; los comerciantes Ottawa trataban con los Miami, defensores de sus tierras, y con los agitados delaware: los wampanoag, que acabarían esclavizados, se codeaban con los menominee, pacíficos pescadores en los lagos, y con los Illinois, los primeros en entenderse con el invasor blanco, junto a los algonkin y los mohicanos, los hurón o wyandor se enfrentaban a sus permanentes enemigos, los iroqueses. En el territorio del actual Estado de Nueva York, se formó la Liga de los iroqueses, que agrupaba a seis tribus, entre las que destacaban los mohawk. Fue un modelo único de organización en el continente, ya que acabó con las luchas intertribales e impuso órganos de gobierno y administración verdaderamente avanzados. Las tribus elegían a sus representantes para un consejo que era quien legislaba y ejecutaba la justicia.
Absaroke significa"pueblo del pajaro" y la tribu debe su nombre al culto que rendian a los halcones (1908)
Pequeñas aldeas -fortificadas con empalizadas de postes- agrupaban las viviendas llamadas wigwam, que estaban hechas de troncos y ramas y cubiertas por esteras de junco o pieles. La caza del venado decidía la alimentación, mientras que en la costa y los lagos la pesca se unía a la recogida de crustáceos. La dieta se completaba con el maíz, un elemento básico en la alimentación, especialmente desde que en el alto Mississippi nació una cultura basada en el cultivo masivo de esta gramínea. Así, en el siglo VIII, la expansión del cultivo de maíz y su comercialización posibilitaron la aparición de ciudades en el interior. La principal seria Cahokia, que llegó a contar con más de cincuenta mil vecinos. Por su parte, los atrasados habitantes del litoral se movían en canoas de abedul, vestían ropas de piel de ciervo y en el norte usaban trineos para el transporte invernal. Fue aquí donde se conoció la primera presencia europea, ya que, a partir del año 1000, algunos navegantes de Islandia comenzaron a llegar a las costas de terranova. Otra de las zonas habitadas por tribus indias nos lleva desde el litoral atlántico de Florida y el norte del Golfo de México hasta las planicies de Texas, Allí se extiende una región de clima semitropical, con un llano suelo definido por el gran complejo fluvial del Mississippi, Missouri. Formada por suelos pantanosos y extensos bosques, fue una tierra habitada desde muy pronto.
Los nativos Instalados en los bosques y pantanos del este norteamericano.
Entre otros grupos más pequeños junto a los prestigiosos Natchez, se situaban cherokee, creek, choctaw, chickasaw y seminola. Los españoles llamaron a estos pueblos las "Cinco tribus civilizadas", debido a la semejanza que, en tan primitivo medio, encontraron entre ellas y las naciones europeas. Había abundancia de pinos, robles, nogales y chaparros al norte) de magnolias, cipreses, palmas y cañas, al sur. A estas plantas autóctonas se unieron también el maíz, las sandías, las batatas y el tabaco. En aquella época era también típica la quema de zonas de bosque para dedicarlas al cultivo. Junto a la pesca se daba la caza de ciervos, osos y pequeños animales. La madera del ciprés se convirtió en un elemento fundamental para los indios de la zona, ya que no se pudría y era un inmejorable material para los postes de las viviendas y la construcción de canoas, También la caña era muy usada, y se trabajaban la alfarería, la piel de ciervo y la elástica corteza de abedul. Los perros servían para el transporte por arrastre y las ceremonias religiosas, donde su carne era comida por los oficiantes.
Los poblados estaban constituidos de viviendas fabricadas con postes, ramas y hojas de palma, con paredes y techos de barro y musgo. La expansión del maíz potenció el comercio y, como consecuencia la aparición de las ciudades. Fortificadas y rodeadas de fosos, poseían unos espacios para hacer reuniones y jugar a la pelota, que se abrían ante los centros del poder y las pirámides truncadas. Se trataba de sociedades basadas en clanes, cuyos gobernantes eran caciques hereditarios, adorados como dioses. Administraban justicia y presidian las ceremonias religiosas, que podían incluir sacrificios humanos voluntarios. Fueron éstas las primeras tierras que pisaron los españoles, que buscaban la fuente de la eterna juventud. Sin embargo, sufrieron repetidas derrotas, pero con ellos llegaron también las enfermedades que, en poco tiempo, prácticamente exterminaron a todos estos grupos. Otra de las amplias zonas donde los indios se instalaron abarcaba hasta dos millones y medio de kilómetros cuadrados y se extendía desde el centro de Canadá al sur de Texas. Son las Grandes Llanuras, el llamado "Corazón de América ", un inmenso praderio dominado por el sol y el viento, En época arcaica, pequeños grupos nómadas vivían siguiendo las manadas de antílopes. Su carne les alimentaba; su piel les vestía y cubría sus tiendas; y su cornamenta servía para los sacrificios ceremoniales. Con el paso de los siglos, la existencia de estas tribus -cuyos hábitos de vida serian arquetípicos del indio norteamericano- pasaron a depender de otro animal; las praderas se convirtieron en el indiscutido reino del bisonte. Al Iniciarse el verano, se concentraban los rebaños y las tribus se reunían para su caza. Provocaban la estampida de una manada, empujándola por un desfiladero hasta un precipicio, desde donde se despeñaba. Al inicio de la penetración europea había unos cien millones de bisontes, pero los nuevos sistemas de caza les llevarían casi hasta el exterminio. Vecinos de la región del salmón y la tierra de los tótems
La carne del gran cornúpeta era conservada, asada o cocida en la panza del animal, recipiente utilizado para cocinar; Su piel se transformaba en techos de tiendas, ropas y toda clase de objetos; escudos, cuerdas, sacos y cubiertas de embarcaciones. El pelo servía para almohadas y asientos; los tendones, para cuerdas de arcos, puntas de flecha y agujas de costura; las astas, para armas arrojadizas y utensilios ceremoniales y de uso cotidiano. Los huesos se convertían en útiles, de trabajo y el cráneo era de gran relevancia en los rituales sacros.
Sioux. Comanche, arapahoe, crow, Cheyenne, kiowa, Dakota, pawne, Wichita, Kansas, iowa y pies negros eran los nombres de la mayores tribus. Aunque algunos eran habitantes de semicuevas, la mayor parte formaba poblados de tipis, las célebres tiendas indias, circulares y con una salida superior para humos, construidas con pieles que a veces se pintaban de vivos colores. Las tribus se basaban en la unidad familiar matriarcal y en las costumbres tradicionales, la riqueza era poco apreciada y se valoraban los comportamientos personales; así, se castigaba con rigor a los que perjudicaban el interés público y los necesitados contaban con el apoyo de los responsables comunitarios. En el oeste. entre las Montañas Rocosas y Sierra Nevada, la Meseta y la Gran Cuenca ocupan más de un millón de kilómetros cuadrados y constituyen otro de los grandes territorios donde los indios desarrollaron su vida; el llamado "reino del salmón". Se extiende desde el lluvioso norte, con extensos bosques de coníferas, hasta el seco sur, accidentado y semidesértico, con escasa vegetación y lagos salados. Posee un clima muy extremo de sofocantes calores veraniegos y grandes fríos invernales. En aquella zona se vivía una frugal existencia. La caza del venado y de las aves y la recolección de especies vegetales se unía a la actividad fundamental; la pesca del salmón, En las zonas áridas, la
mayor caza era la del conejo -cuya piel utilizaban como ropa- y, junto a raíces, semillas y nueces, se consumían serpientes, saltamontes y todo tipo de insectos. Shoshone, kutenai, nez percé, flathead, Yakima, ute, paiute y modoc, entre otros, se instalaron en aquellos territorios. Vivían en sencillos poblados de chozas, casas semísubterraneas o precarias tiendas cónicas cubiertas por esterillas, que les hacían ser conocidos como "los de los malos alojamientos" La familia era la base de la organización social. Dentro de cada tribu no existía un poder supremo y las decisiones se tomaban en asamblea, por voluntad mayoritaria. En cuanto a la alimentación, el salmón se pescaba con lanza, red y anzuelo, desde plataformas o mediante diques de cañas. Los arcos de madera de cedro blanco permitían lanzar certeramente flechas con veneno de serpiente de cascabel o con hígados putrefactos de ciervo. Además, eran grandes expertos en cestería y organizaban activas ferias donde se ofrecían y demandaban productos de toda especie. Más al norte se encontraba la denominada "tierra de los tótem" donde, en el 3.000 a.C se estabilizaron los niveles del mar y nacieron las civilizaciones de la costa oeste. Estrecha y sinuosa, faja a lo largo de la costa del Pacifico, del norte de California a Alaska, un clima marítimo, templado, húmedo y lluvioso la dotaba de buenos recursos materiales y favorecía unas agradables condiciones de habitabilidad. Los pueblos tinglit, haida, salish, kwakiutl, tsimshían, chínook, bellaccola, coast, chimakuan y los célebres nootka erigieron elaboradas culturas, lenguas particulares y manifestaciones artísticas de consideración. Se asentaron en la costa y junto a los ríos sin formar nunca grandes unidades políticas. En torno a la casa comunal, las viviendas eran rectangulares y se construían con cedro blanco. Ante ellas alzaban los tótems, postes de madera de hasta 18 metros de altura pintados de vivos colores o tallados, representantes de los espíritus de la familia y que se convertirían en sus más emblemáticos iconos dé identidad. Otorgaban gran importancia a los lazos familiares, mientras que el sentido de pertenencia a un linaje, el rango social y el liderazgo de grupo eran hereditarios y no debidos al esfuerzo individual. Vestían ligeras ropas de cuero o de lana. Descalzos durante todo el ano, se abrigaban con mantas de vistosos colores, ponchos y trenzados sombreros de ala ancha.
Los habitantes de El dorado y las zonas desérticas. Estas tribus de la costa oeste cazaban ciervo, castor, oso, cabra y marmota, aunque el salmón tenía la absoluta preeminencia. Los grandes mamíferos marinos aportaban carne y se aprovechaban al máximo sus pieles, huesos, tendones, vejigas y demás órganos. La más codiciada era la carne de ballena, a la que se atribuían poderes sobrenaturales y cuya caza se reservaba a los grandes jefes. Alcanzaron un notable desarrollo en las artes decorativas pero desconocían las tareas de alfarería, que suplían con su dominio de la cestería, elaborando objetos impermeables que eran utilizados para transportar agua y cocinar alimentos. Descendiendo hacia el sur, entre el Pacifico y Sierra Nevada, las benignas condiciones climáticas de California favorecieron el asentamiento de un gran número de tribus. Del árido desierto a los caudalosos ríos y profundos lagos, extensos pantanos y densos bosques de coníferas, fue un precoz foco de atracción de muchos pueblos. Todo facilitaba la existencia de los karok, miwok, yoruk, hupa, pomo, tolowa, pawtin y wuntun, entre Otros. Más australes eran las tribus "de misiones", que fueron conocidas con los nombres que los misioneros españoles les dieron; luiseños, ignacianos, gabrielinos... Tenían homogéneas formas de vida pero no constituían entidades políticas mayores, la bellota era el elemento vegetal básico de la alimentación, junto a gran variedad de plantas, raíces y frutos. Cazaban venados, conejos, ardillas, aves de pequeño tamaño, insectos, caracoles, lagartos y serpientes, incluida la de cascabel, los ríos aportaban el salmón y desde la costa llegaban morsas, delfines y otros mamíferos marinos. Arpones, cañas, redes y venenos se usaban para obtener cangrejos, moluscos y tortugas. Sus viviendas eran sólo elementales refugios hechos de ramas, corteza y hierbas o erigidos con mamparas y postes. La ropa era ligera y, salvo en invierno, estaba reducida a una especie de pequeño delantal y una manta de piel de conejo. Expertos en cestería los objetos con cuentas de abalorios y plumas eran sus más características producciones artesanales. El comercio era muy activo y, en las ferias, los productos locales se vendían y compraban junto a esclavos, alimentos, Instrumentos de toda especie, ropas y objetos de alfarería. Al continuar el viaje hacia el sur nos encontramos con los actuales Estados de Arizona y Nuevo México y los mexicanos de Sonora y Chihuahua. Allí, hace diez mil años, el fin de las glaciaciones impuso la caza del bisonte como clave para la subsistencia de sus habitantes. La dureza del medio físico, con inviernos muy fríos y veranos extremadamente calurosos, dificultaba la existencia de gentes dedicadas a la caza y la recolección. Al sur, los ríos Grande y Colorado favorecían la agricultura, sobre todo a partir de que llegaron desde el desarrollado México el maíz, el fríjol y la calabaza. Las técnicas de irrigación eran muy arcaicas, se desconocía el arado y los abonos y todo dependía de la agricultura, hasta el punto de que al transcurso del año se le denominaba "una cosecha". Vivían aquí apaches, navajo e indios pueblo. El robo y el saqueo se convirtieron en una Importante actividad lucrativa. Cuando llegaron los europeos, los apaches y navajo concluían una emigración de quinientos años que les había traído desde Canadá y Alaska. Los comanches se llamaban a sí mismos inde, "gente", mientras los navajo se calificaban dineh, "pueblo". Pese a su reducido número, estas tribus hablaban una gran cantidad de lenguas y mostraban rasgos muy diferenciados entre sí en su vida cotidiana. Su instalación en esta tierra les aportó la nueva y lucrativa actividad del robo y el saqueo. Hay que tener en cuenta que su propia evolución había fomentado el individualismo y la valoración de las decisiones, personales, Los pequeños grupos migradores habían creado un tipo de hombre con un gran sentido de independencia y libertad. Bandas formadas por un reducido número de Familias no se sentían parte de una unidad superior y los jefes no eran caciques de poder absoluto, sino ocasionales dirigentes elegidos por acuerdo para cuestiones o problemas concretos. Sus habitáculos tenían carácter provisional: tiendas, refugios hechos de matas y casas cónicas de troncos, ramas y tierra. El matriarcado coexistía con la poligamia y la facilidad para disolver matrimonios. Razas del aire y el viento, apaches y navajo tenían en el día a día la base de su concepción de la vida y eran poco dados a los trabajos propios de agrupaciones estables. Su contrapunto eran los vecinos hopi. "el pueblo pacífico", donde las mujeres eran las dueñas de la tierra, habitaban en casas de arcilla y adobe, cultivaban sus campos v recogían fruta. En las zonas más áridas se asentaban, entre otros, los pueblos denominados "rancheros": tarahumam, yuma, caita, pima, maricopa y papago. Se dedicaban a la agricultura y poseían un fuerte sentimiento familiar y comunitario, una organización con un jefe supremo y una jerarquía religiosa que desarrolló ricas tradiciones de mitos, oratoria, leyendas y cánticos. Junto al río Grande se situaban los llamados indios pueblo. Les dieron este nombre los españoles al ver sus sólidas y amplias casas de piedra y adobe. Formaban parte de este grupo los hopi, zuni, acoma y laguna, que habían venido desde las mesetas en busca de tierras de labranza. La aldea era la unidad social básica y en algunos casos llegaron a formar ciudades, de las que la mayor fue Taos. Eran los más desarrollados, cultivaban maíz, judías, calabaza y algodón y cazaban búfalos, antílopes, ciervos, osos, pumas y conejos. Su indumentaria consistía en taparrabos, una túnica de algodón y sandalias. Trataban hábilmente el algodón y eran los mejores tejedores y alfareros. Respecto a la idea de unidad familiar y armonía con la naturaleza, tenían un elaborado sistema de ritos y ceremonias. Los demás pueblos vecinos -zuni y seri- nunca llegaron a tal desarrollo y vivían de una agricultura y una caza primitivas, obteniendo las piezas por agotamiento tras largas persecuciones a la carrera. El último de los grandes focos habitados por nativos se situaba en el frío norte. Sobre el amplio espacio canadiense, del Atlántico al Pacifico, de las estribaciones de las grandes cordilleras a la costa baja, grandes y espesos bosques acogían a un elevado número de tribus; cree, montagnais y naskapi en la parte oriental; beaver, kutchin e ingalik a occidente. Las bajas temperaturas imposibilitaban la agricultura y obligaban a una dependencia de la caza del venado y otros animales pequeños. En casos de extrema necesidad, la alimentación se reducía al consumo de corteza de árbol. En invierno, pescaban agujereando la capa de hielo que cubría lagos y cursos de agua y, en verano, colocaban hábiles trampas y cazaban el caribú, el alce y el oso. Los pobladores del ártico vivían en Iglús fabricados con bloques de hielo
Eran poblaciones de reducido número de individuos -siempre enfrentados entre si- y formaban campamentos de viviendas semicirculares o tiendas de cuero. El abedul era el árbol fundamental y su elástica y resistente madera servía para fabricar desde canoas y botes hasta trineos, tambores y raquetas para la nieve. El precario aporte de carne y pescado se completaba con algunos productos vegetales. En el norte ártico, el rigor se extremaba y los inuit, yuit y aleutianos sobrevivían con la caza del caribú, la pesca de mamíferos marinos -como la foca y la ballena- y la recolección de algas, raíces y líquenes. Vivían en tiendas cubiertas con pieles en verano e iglús hechos de bloques de hielo en invierno. Se movían en kayak por ríos semihelados, con el diestro arpón en la mano, o sobre suelo nevado en trineos tirados por perros. Consumiendo la carne cruda y trabajando la artesanía de la madera, el marfil y la esteatita transcurría la rigurosa y estoica existencia de los pueblos que en las nórdicas y lejanas soledades tenían su frío hogar.
Tras casi diez años de guerra, en 1491 los Reyes Católicos pusieron sitio a la capital del reino nazarí de Granada. Su caída era cuestión de tiempo, y Boabdil, el sultán granadino, no tuvo más remedio que capitular y entregar la ciudad el 2 de enero de 1492. La caída del último enclave musulmán de Europa occidental parecía compensar la conquista de Constantinopla por los turcos otomanos, que había tenido lugar en 1453, o su más reciente ocupación de Otranto, en el año 1480. El mismo papa Inocencio VIII acudió a la iglesia de Santiago de los Españoles y ofició una misa en celebración de la victoria. Festejada en toda Europa, la conquista de Granada había puesto fin a diez años de guerra entre la Corona de Castilla y el emirato gobernado por la dinastía nazarí. Entre el 27 de diciembre de 1481, fecha en que los nazaríes ocuparon Zahara, y el 2 de enero de 1492, día de la ocupación de Granada, ambas potencias libraron una contienda de carácter muy distinto a las que hasta entonces habían protagonizado. En efecto, Isabel I de Castilla, al contrario de los que había sucedido en tiempos de su padre Juan II y su hermano Enrique IV, no sólo tenía en mente obtener varias victorias en el campo de batalla, sino que pretendía algo mucho más ambicioso: acabar de una vez por todas con el poder islámico en la Península. La cruenta conquista de Málaga (en agosto de 1487) privó al territorio sureño de su principal puerto y acabó para siempre con el espejismo de una posible ayuda militar de los reinos musulmanes del Magreb. La toma de Baza, en el otro extremo del reino, marcó asimismo un punto de inflexión. Quedaba claro que no se trataba de una guerra tradicional, basada en campañas veraniegas: aquella era una guerra total. Sólo continuaban resistiendo Granada y algunas escasas comarcas circundantes, y fue en esta zona en la que se concentraron Fernando e Isabel. Ambos esposos, los Reyes Católicos, habían establecido pactos secretos con el rey granadino Boabdil por los que éste se comprometía a rendir la capital tan pronto comolas circunstancias lo permitiesen. Sin embargo, llegado el momento, Boabdil no pudo, o no quiso, cumplir con su parte del trato. La existencia en Granada de un sector intransigente, cerrado a toda negociación, le impedía revelar el acuerdo y le obligaba a mantener la guerra hasta el final, esperando, quizás, una intervención exterior que nunca habría de llegar, pues los imperios islámicos más fuertes estaba demasiado alejados geográficamente e interesados en sus propios asuntos. La presión de las fuerzas combinadas de Castilla y Aragón se dirigió frontalmente sobre la capital a fin de acabar con la resistencia mediante un solo golpe. En el mes de julio, en pleno bloqueo de Granada, un incendio arrasó el campamento de los reyes; según algunas fuentes, la propia Isabel estuvo a punto de morir carbonizada en su tienda, donde al parecer se inició el fuego. Isabel, en vez de ordenar su desalojo, mandó levantar una nueva población, que tomó el llamativo nombre de Santa Fe. Desde esta estratégica posición las tropas castellanas podían realizar continuas razias sobre los desprevenidos pobladores de la Vega, que rápidamente fueron abandonando sus casas para protegerse tras las fortificaciones granadinas. Así, no sólo se privaba a los nazaríes de provisiones, sino que los sitiadores se aseguraban de que, al aumentar sin tregua la población refugiada tras las murallas de Granada, el hambre se apoderaría rápidamente de la ciudad. Los musulmanes, perdidas todas las esperanzas, se veían abocados a un durísimo asedio, que podía concluir como el de Málaga, con la muerte y la esclavitud de buena parte de la población. El final llegó por el hambre, por la presión militar y, por supuesto, por el soborno a varios notables cortesanos nazaríes, a los que se prometió conservar sus propiedades y su posición social y concederles determinadas mercedes. El 25 de noviembre de 1491 se formalizaban las condiciones de rendición o capitulaciones en el campamento real de la Vega, cerca de Santa Fe. El 2 de enero de 1492 las tropas cristianas entraron en la ciudad, precedidas por varios destacamentos que tomaron las principales fortalezas y torres del recinto amurallado.
Rey de Castilla desde 1474, gracias a su boda con su prima Isabel, y de Aragón desde 1479 Fernando II el Católico fue un diplomático hábil y un rey implacable. Su papel en la conquista de Granada, Navarra y Nápoles fue fundamental. Pero no pudo evitar enfrentarse con su yerno Felipe el Hermoso por el trono de Castilla.Y su matrimonio con Germana de Foix pudo cambiar la historia de España.Soberano implacable, político audaz y perfecto caballero del Renacimiento, Fernando II de Aragón marcó por sí mismo, más allá de su boda con Isabel I de Castilla, una de las épocas más brillantes y agitadas de la historia de España. El 10 de marzo de 1452 nació en la villa oscense de Sos un infante que en principio no parecía encaminado a grandes destinos. El niño, bautizado con el nombre de Fernando, era hijo de Juan II de Aragón y su segunda esposa y parienta lejana doña Juana Enríquez, hija del almirante de Castilla, uno de los principales magnates del país vecino. La sucesión al trono había de recaer en su hermano primogénito, Carlos, príncipe de Viana, pero la prematura muerte de éste llevó a Fernando inesperadamente al trono. A esta situación se le sumaría un acontecimiento tan singular como afortunado: la boda de Fernando con su prima segunda la infanta Isabel de Castilla, la futura reina Isabel I la Católica. Juntos gobernarían casi todo el territorio peninsular, forjando la unión dinástica que dio carta de nacimiento a España. La trayectoria vital de Fernando II de Aragón y V de Castilla refleja perfectamente la transición entre los tiempos medievales y modernos, encarnando el paso de unos estados situados en la periferia de Europa a un Imperio plurinacional convertido pronto en la mayor potencia del mundo. Irónicamente, Fernando el Católico fue el rey aragonés que más sangre castellana llevó en sus venas, descendía por casi todos sus costados de príncipes y nobles castellanos. La estabilidad del gobierno quedó fijada, tras arduos debates y más de un amago de ruptura entre los cónyuges, mediante una serie de concordias, acuerdos por los cuales Fernando e Isabel reinaban de forma conjunta en Castilla. En 1478 se funda la Inquisición, instrumento de poder político a la par que tribunal de la fe. Ambos monarcas decidieron expulsar a los judíos de sus reinos y los dos, y Fernando en mayor medida, usaron la Inquisición como arma. No olvidemos que el Santo Oficio era, junto con la Corona, la única institución común a Aragón y Castilla, y su largo brazo alcanzaba lugares donde no llegaba la jurisdicción regia. Fernando decidió acometer dos ambiciosos proyectos que debían ampliar sustancialmente el territorio bajo su poder: la guerra de Granada, para la que contó con el apoyo de su esposa, ya que se trataba de destruir el último reducto del Islam en la península Ibérica; y la recuperación para Cataluña de los condados ultrapirenaicos del Rosellón y la Cerdaña, una pretensión que no contaba con el beneplácito de Isabel por la posibilidad de abrir un nuevo frente bélico. En todo caso, si hay algo que podemos adscribir a Fernando es la política italiana, para dar continuidad a los intereses de la Corona de Aragón con el control de Cerdeña, Sicilia y el comercio marítimo, y con las pretensiones sobre Nápoles. Todo se precipitó con la intervención francesa en 1494, debido a las ambiciones italianas del rey Carlos VIII, que conquistó Nápoles. La respuesta de Fernando no se hizo esperar: creó la Liga Santa, una coalición con el Papa, Milán y Venecia. Así comenzaron las guerras de Italia, que duraron hasta 1559 y terminaron por asentar la hegemonía española. Otro de sus grandes éxitos consistió en la conquista definitiva de Canarias, el prólogo inevitable de la intervención en América. En pleno éxito, la vida de Fernando el Católico se vio trastornada por la muerte de Isabel I en 1504. Pero un año después el monarca firmó el tratado de Blois con Luis XII de Francia, para contrarrestar el poder de Felipe el Hermoso, y se casó con Germana de Foix, sobrina del rey. Las historias tradicionales parecen obviar los últimos doce años de vida del Rey Católico, tiempo sin embargo desbordado de acontecimientos. Sea como fuere, lo cierto es que Fernando el Católico fue uno de los mejores monarcas de los siglos medievales y modernos. Desde luego, uno de los más grandes y el que puso los cimientos del Imperio español de los siglos XVI y XVII, lamayor potencia del orbe.
Las gentes de Ur, Asiria y Babilonia llamaban a los zigurats «fundamentos del cielo y de la tierra» Para ellos eran una escalera que les permitía comunicarse con el mundo celestial de los dioses. Los zigurats de la antigua Mesopotamia dominaban la silueta de las grandes ciudades. Como focos visibles desde lejos de un país tan llano como el de los ríos Tigris y Éufrates, estas torres escalonadas representaban no sólo el poderío y el esplendor de la ciudad y su príncipe, sino también la eminencia y grandeza de su dios patrón. El nombre «zigurat» deriva del verbo acadio zaqaru, que significa literalmente «construir en alto»; se trata, pues, de una palabra meramente descriptiva que no nos revela nada del significado y la función verdadera de estos singulares edificios. A pesar de las fabulosas imágenes que existen, tanto en la literatura como en el arte, sobre la famosa torre de Babel (el gran zigurat de la ciudad de Babilonia, dedicado a Marduk), no se ha encontrado ningún zigurat de forma íntegra y completa. Sin embargo, tanto la antigua documentación en escritura cuneiforme como las imágenes conservadas y los restos arqueológicos nos permiten reconstruir algunas de sus características: un zigurat era un monumento con una base de planta cuadrada o rectangular, construido en forma de alta terraza, escalonado en varios niveles -tres, cuatro o siete-, en el último de los cuales se erigía una capilla o un templo. El núcleo se construía con adobes secados al sol, revestidos con una gruesa capa de ladrillos cocidos en hornos. El templo en la cima, al que se accedía a través de escaleras situadas de forma perpendicular a la fachada o adosadas a ésta, era de ladrillos esmaltados. Este tipo de monumentos no apareció inmediatamente: los primeros templos mesopotámicos fueron construidos al nivel del suelo. Por el carácter numinoso del recinto sagrado (es decir, por la misteriosa presencia de la divinidad en él), se levantaron nuevos templos encima de los cimientos de los edificios antiguos y destartalados, creando plataformas elevadas. Por otra parte, desde un período muy temprano, se trató de elevar los principales edificios religiosos por encima del resto de la ciudad. Este ideal, a un tiempo espiritual y arquitectónico, lo encontramos reflejado cientos de años más tarde en uno de los libros adivinatorios más importantes de la antigua Mesopotamia: Si una ciudad, escrito en lengua acadia y que cuenta con más de 10.000 presagios. Encierran la idea de que el hombre no debería vivir en lugares elevados, puesto que éstos representan terrenos numinosos predestinados para el culto. Los primeros zigurats atestiguados con certeza aparecen durante la llamada III dinastía de Ur (siglo XXI a.C.). El primer rey de dicha dinastía, Ur-Nammu, fue un intrépido constructor de zigurats a quienes debemos no sólo el de su capital, Ur (el mejor conservado en Mesopotamia hasta el día de hoy), sino también los de Nippur y Uruk. Las fuentes indican que desde finales del III milenio a.C., en casi todas las grandes ciudades había zigurats habitados por los respectivos dioses, patrones de la ciudad. Algunos núcleos urbanos disponían de más de uno de estos monumentos: la gran ciudad de Akkad, cuya localización sigue siendo hoy en día una incógnita, albergó al menos tres zigurats. Listas cuneiformes escritas en acadio citan los nombres de al menos treinta y cuatro zigurats en todo el país de Mesopotamia, el actual Irak, así como en tierras de lo que hoy es Irán.
No obstante, la realidad arqueológica es distinta. En el sur de
Mesopotamia, en Babilonia, se hallaron vestigios de quince zigurats,
entre ellos los de Eridu, Uruk, Ur, Larsa, Nippur, Kish, Borsippa,
Sippar, Dur-Kurigalzu y Babilonia; al norte de Mesopotamia, en Asiria,
los arqueólogos excavaron partes de cinco zigurats en Assur, Kalhu,
Dur-Sharrukin, Kar-Tukulti-Ninurta y Qatara (Tell al-Rimah), a los que
se suman los de Choga Zanbil y Tepe Sialk, en Irán. Estas
investigaciones han permitido establecer que, en el curso de 1.500 años,
la forma principal de tres escalones se transformó en un complejo
arquitectónico cada vez más sofisticado y más alto. Aunque podemos
señalar algunas funciones del zigurat, nunca seremos capaces de
reconstruir una imagen completa de estas portentosas construcciones. Quizá ni los propios mesopotámicos sabían qué sucedía verdaderamente en la cúspide de estos edificios.
Se llama Golden Catedral, y está en un rincón de Neon Canyon, dentro del Monumento Nacional Grand Staircase-Escalante, el más extenso de Estados Unidos, en Utah. Adentrarse en Neon Canyon es la oportunidad de explorar entre ranuras estrechas, pequeñas cascadas y pasadizos, todo modelado por el agua de uno de los afluentes del río Escalante, un paisaje no apto para muchos por su dificultad.
La Catedral de Oro, un anfiteatro natural entre altos acantilados rojos-naranja que contiene un triple puente natural sobre una piscina natural.
Arribar a éste sitio no es tarea fácil. Hay que atravesar caminos sin pavimentar y luego realizar una larga caminata. Incluso el Cañón de Neon no está muy “institucionalizado” ya que no figura como tal en los mapas.
La Antigua Grecia, la cuna de la cultura, las ciencias y el conocimiento prácticamente de todo Occidente moderno.
Historia de la Antigua Grecia La antigua civilización Griega es una de las primeras grandes civilizaciones en la historia de la humanidad, hay quienes señalan que la historia de la Antigua Grecia podría incluso remontarse hasta tan atrás como la época de los cazadores de la Edad de Piedra, que años más tarde se convirtieron en agricultores y fueron parte de los reinados minoicos y micénicos. Por otra parte, también suele señalarse las primeras civilizaciones griegas florecieron unos 4000 años atrás y que, para entonces, los griegos habitaban los territorios que hoy conocemos como Turquía y Bulgaria. Lo cierto es que la primera gran civilización mediterránea fue la Minoica que, compuesta por grandes arquitectos, artistas y pensadores, conquistaron varias aldeas del territorio griego aproximadamente en el año 2500 a.C. Pero cerca del año 1600 a.C., los minoicos perdieron poderío al tiempo que los griegos, entonces conocidos como micenas o micénicos, se fortalecieron lo suficiente como para conquistar toda la región oriental de Grecia. Investigaciones arqueológicas hoy nos permiten saber que para entonces los Micenas comerciaban con la civilización Egipcia y aumentaron aún más su poderío. Sin embargo, entre los años 1100 y 800 a.C., se transitó una época oscura marcada por las batallas y las conquistas. Una vez culminado este período, la Antigua Grecia comenzó a consolidarse como una de las civilizaciones de mayor poderío mundial que culminó con la invasión dórica del año 146 a.C., junto a la conquista romana.
Religión
Para el pueblo griego la religión era algo sumamente importante. Al igual que otras tantas civilizaciones antiguas, los griegos eran politeístas y sus dioses de forma humanoide, dotados de una belleza eterna, así como inmensa sabiduría sobrehumana, estaban fuertemente presentes tanto en la literatura como en el resto de las artes. La mitología y los textos de la Antigua Grecia (épicos, poéticos, narrativos y teatrales) son un claro testimonio y hoy poseen un valor histórico y cultural único. Las ciudades estaban repletas de templos y santuarios sagrados con pinturas, estatuas y diversas artesanías que también representan historias de dicho período.
Educación y entrenamiento militar
La educación, en las escuelas y academias de cada ciudad, era quizás igual de importante. El gran cometido de los griegos era preparar a sus niños para desarrollarse como adultos totalmente capaces y esto mucho tuvo que ver con la gran hegemonía helénica, especialmente en cuanto a lo que al poderío militar y cultural refiere. El hecho de que los griegos poseían fuertes y temerosos ejércitos militares no es una nueva noticia. La Antigua Grecia se dividía en ciudades o estados que juntos conformaban la gran potencia; ciudades como Esparta, por ejemplo, formaban guerreros implacables y desarrollaban tácticas de batalla únicas, mientras que en Atenas se producían conocimientos, avances científico-tecnológicos y se desarrollaba la cultura de la misma manera.
Arte y filosofía
De forma similar, tambien sabemos cuál es el lugar que la Antigua Grecia ocupa en términos artísticos. Los helénicos fueron grandes artistas, el desarrollo de la escritura y la literatura, las artes escénicas, la pintura, la arquitectura, las artesanías y los monumentos durante estos períodos vieron nacer algunas de las obras de arte más significativas de la humanidad. Lo mismo ocurre en filosofía, con apenas algunos nombres como Hipócrates, Pitágoras, Platón, Aristóteles o Sócrates, entre muchísimos más, dieron lugar a una nueva forma de ver la realidad, las ciencias y el pensamiento. Cabe señalar que en gran medida, esto era posible gracias a la gran importancia que tenía la esclavitud en la polis. Los esclavos eran una parte fundamental en todos estos desarrollos pues, como se señalaba entonces, le daba a los helénicos la posibilidad de dedicarse y preocuparse únicamente por el desarrollo de estos conocimientos.
De los modos de vida
Otros aspectos no menos interesantes que caracterizaron la vida de los Hombres de la Antigua Grecia eran, por ejemplo, la forma en la que se separaban las tareas de acuerdo al sexo. Los hombres se dedicaban al gobierno y la política, la guerra, el desarrollo de las ciencias, las artes, la navegación y la agricultura. En el tiempo de ocio, los deportes eran primordiales y los griegos fueron quienes crearon la competencia deportiva y atlética más importante del mundo: los juegos olímpicos. Las mujeres, por su parte y en contraposición a civilizaciones como la Egipcia, tenían muy pocas libertades. Sus trabajos estaban relegados a las tareas del hogar (aunque la gran mayoría la hacían los esclavos) y la crianza temprana de los niños (de la cual luego se encargaba la escuela). La Antigua Grecia sentó las bases que de cierta manera aún hoy rigen nuestras vidas. La influencia helénica está presente todo el tiempo, especialmente en las artes, la filosofía y las ciencias, las matemáticas, la literatura y la política.
Don Juan Rodríguez de Fonseca, que culminaría su carrera eclesiástica ocupando la silla episcopal de Burgos, era, según Las Casas, «muy capaz para mundanos negocios, señaladamente para congregar gente de guerra para armadas por la mar, que era más oficio de vizcaínos quede obispos». Ello explica que a partir del segundo viaje colombino, en cuya preparación, siendo arcediano de Sevilla, intervino decisivamente, ocupase cargos de tanta relevancia como presidente del Consejo de Indias y miembro de la Casa de Contratación para asuntos comerciales. Probablemente fue este prelado quien promovió o autorizó el primer viaje al Nuevo Mundo capitaneado por Alonso de Ojeda, que inauguraba las campañas ajenas al descubridor genovés. Pese a los derechos oficialmente reservados al almirante colon, el horizonte de las tierras recién halladas era excesivamente ancho para ser un privilegio familiar; así debió de pensarlo Fonseca cuando decidio encomendar una nueva expedición a Ojeda, distinguido por su actitud durante el segundo viaje de Colón. Aunque sabemos poco de la carabela preparada para esta campaña, a la que quizá se incorporó otra apresada en la costa africana, sabemos que llevaba entre sus tripulantes , el cartógrafo Juan de la Cosa, veterano de otras navegaciones que iba a perfilar como piloto mayor de este viaje su celebre planisferio, y el florentino Américo Vespucio, en su primer viaje al continente que inmortalizó su nombre; También se contaban entre los tripulantes, el capitán Hernando de Guevara, los pilotos Juan Vizcaíno, Juan Sánchez Chamorro y Juan López de Sevilla, así como los contramaestres Nicola Veneciano y Pedro Mateos . Ojeda, nacido en Cuenca hacia 1466,tenía entonces poco más de treinta años, si bien se había distinguido ya por su valor y su fortaleza física tanto en la conquista de Granada como en la segunda expedición colombina, durante la cual llevó a cabo el reconocimiento de la isla Guadalupe, descubrió en la isla Española la zona montañosa de Cibao y soportó con ejemplar entereza los ataques del cacique Caonabó, al que apresaría al fin, mereciendo por ello una concesión de tierras en la Managua dominicana. Dejando a un lado las vicisitudes de los tres viajes que él mismo mandó, Ojeda vivió pobremente sus últimos años en la isla Española,donde moriría en 1515, quizá, retirado en un convento franciscano. La descripcion fisica nos la destacó Bartolomé de Las Casas: «Pequeño de cuerpo, pero muy bien proporcionado y muy bien dispuesto, hermoso de gesto, la cara hermosa y los ojos muy grandes, de los más sueltos hombres en correr y hacer vueltas y en todas otras cosas de fuerzas». La primera campaña de Alonso de Ojeda se inició a dos pasos de Cádiz, en el Puerto de Santa María, el 18 de mayo de 1499, desde donde se encaminó a la costa africana. Más tarde se acusó a Ojeda de haber vendido armas y pólvora a los moros de Safi (Marruecos) y de haberse apoderado aquí de una nave onubense con la que siguió viaje a la isla canaria de Lanzarote. Debía Ojeda de sentirse pobremente aparejado, porque tampoco se libró de una denuncia por ciertas sustracciones de toneles, cabos y aparejos llevadas acabo sobre otros buques fondeados en la misma isla y hurtados de un almacén propiedad de doña Inés de Peraza, hija de aquella gobernadora lanzaroteña, doña Beatriz de Bobadilla, de quien Colón se sintió enamorado. De Lanzarote siguió a Fuerteventura, Gran Canaria, Tenerife y Gomera. Ojeda conocía la derrota y cartas trazadas durante el tercer viaje de Colón, y pretende ahora seguir una vía parecida aunque quizá más próxima a la línea ecuatorial. A los veinticinco días de abandonar las Canarias avistan los expedicionarios el continente americano, más al sudeste de donde lo había hecho el almirante, ante las Guayanas, y costean la tierra firme pasando por el extenso delta que el Orinoco dibuja antes de morir en el Atlántico, para llegar después al golfo de Paria, dejando por estribor la isla de Trinidad. Despues de mantener relaciones pacíficas con los indígenas de las riberas, siguieron hacia poniente de la tierra firme, se metieron por las Bocas del Dragón, entre aquella isla y la península de Paria. Ya en pleno mar caribeño, navegaron a largo de la costa continental y se detuvieron en la isla la Margarita, cuyo interior reconocieron, para hacerlo más tarde en Chichiriviche, al sur de la isla de Bonaire y no lejos del actual Puerto Cabello, donde sostuvieron escaramuzas con los naturales. Pasaron también a la isla de Curaçao, que bautizaron de los Gigantes, y hacia el 9 de agosto, navegando entre la isla de Aruba y la península de Paraguaná, hallaron un hermoso golfo en cuya ribera occidental llamó la atención de los españoles un poblado palafítico, con viviendas construidas sobre estacas hincadas en el fondo del agua, lo que sugirió, a Américo Vespucio, el recuerdo de Venecia, razón del diminutivo Venezuela qúe hoy da nombre al gran país sudamericano. Más al sur, llegaron al actual lago de Maracaibo, que nombraron puerto de San Bartolomé. Los nativos rodearon con sus canoas a las naves españolas, pero después cambiaron su disposición amistosa por una abierta hostilidad, a la que Ojeda respondió abriendo fuego y causando algunas víctimas. De allí se llevaría una joven prisionera, útil como intérprete, que le acompañaria en su siguiente viaje a través del Atlántico. La expedición continuó hacia el oeste, bordeando la península de Guajira hasta el cabo de la Vela, hoy territorio colombiano, representado por Juan de la Cosa, en su carta firmada en el año 1500. En este punto, que señala el límite de sus descubrimientos, cargaron palo campeche y fueron hacia el norte en busca de bastimentos y de una buena carena de la que tan necesitadas iban las carabelas. El 5 deseptiembre fondeaban en el surgidero de Yaquimo, en la zona de Xaragua, de la isla Española, hoy bahía haitiana de Jacmel. Aquí abandonaron la más maltratada de sus naves y, después de algunos problemas con los españoles residentes en aquella isla, Ojeda partió hacia el norte, hizo—pese a la prohibición real— algunos esclavos en las Bahamas y alrededor del mes de junio estaba de regreso en España. Aunque se sirvió de cartas o relatos del tercer viaje de Colón, se ha de atribuir a Ojeda el avistamiento de una zona continental que abarca más o menos desde los 5° de latitud Norte, en el actual territorio de las Guayanas, hasta el delta del Orinoco, ya observado por Colón en su tercer viaje, sobre los 9° por encima de la línea equinoccial; la primera exploración por el interior de la isla Margarita y el descubrimiento de las costas e islas que las cartas geográficas representan desde la península venezolana de Araya hasta el colombiano cabo de la Vela. Segun parece fue Ojeda el primer español que puso pie en la América del Sur. Si bien el primer viaje no rindió beneficios tangibles, y aún supuso una considerable merma de su patrimonio, Ojeda comenzó pronto a gestionar la organización de una nueva campaña hacia la misma región por él descubierta. El 8 de junio de 1501, los reyes autorizan a Rodríguez de Fonseca para que dé licencia a Ojeda a fin de que pueda volver a la Costa de las Perlas (zona próxima a Margarita, excluida la de Paria) e incluso establecer allí alguna factoría comercial. Al mismo tiempo se le nombraba gobernador de la provincia de Coquibacoa, nombre actual de un municipio próximo a Maracaibo, pero que entonces designaba a lo que los españoles habían bautizado como Venezuela. La ayuda financiera de dos socios, Ocampo y Vergara, que también participarían en el viaje, permitió reunir en esta ocasión cuatro naves: La Santa María de la Antigua, capitaneada por el citado García de Ocampo; la Santa María de Granada, al mando del socio Juan de Vergara; la carabela Magdalena, que obedecía a Pedro de Ojeda, sobrino de Alonso, y el carabelón o bergantín Santa Ana, bajo las órdenes de Hernando de Guevara, veterano de la expedición anteriormente relatada, todos obedientes a Ojeda, capitán general de la empresa. La flota partió de Cádiz a principios de enero de 1502 y, quizá huyendo del mal recuerdo que la campaña anterior había dejado en las Canarias, no se detuvo hasta la isla de Santiago en cabo verde, donde los tratos con los portugúeses para hacer provisiones dieron lugar a varios incidentes. Hacia el 10 de marzo, con la despensa exhausta y los estómagos clamando consuelo, llegaron los españoles al golfo de Paria y, conforme a las instrucciones recibidas,siguieron camino al oeste. El día 24, a la vista de la isla Margarita, un accidente de mar causó la pérdida del carabelón Santa Ana. Se detuvieron en un punto de la península de Paraguaná que llamaron Valfermoso, hoy Coro, sin evitar refriegas con los naturales. La necesidad aconsejó a Ojeda envíar la nao Granada, con Juan de Vergara por capitán, para traer víveres desde Jamaica, a donde partió el 12 de abril.Ojeda pasó el golfo de Venezuela y continuó hasta el puerto de Santa Cruz, actual bahía Honda, en la península de la Guajira y a poca distancia del ya descubierto cabo de la Vela. Pese a la enemistosa actitud de los naturales ribereños, quiso fundar allí, y no en la Costa de las Perlas, una colonia. Su propia gente, recelosa por el hecho de que Ojeda hubiese reclamado el depósito de todo el oro procedente de los indios, mostraba su descontento, al que tampoco eran ajenas el hambre y las fatigas. La situación incitó a Juan de Vergara, ya de regreso de Jamaica, a aliarse con García de Ocampo para quitarle el mando a Ojeda y llevarle preso a Santo Domingo, lo que sucedía por el mes de junio de 1502. Despues de pleitear en la Española, parece que, valiéndose de la influencia de Rodríguez de Fonseca, consiguió Ojeda volver libre a España antes de que terminase aquel año. Los pobres resultados de la segunda expedición están bien a la vista: Ni descubrió nuevas tierras, ni llevó a cabo una fundación estable, ni consiguió mantener un trato amistoso con los habitantes de las tierras visitadas. Aunque en 1504 la Corona había firmado una capitulación con Ojeda, permitiéndole establecer un asentamiento en las proximidades del golfo de Urabá, también llamado Darién del Norte, en la costa noroccidental de la actual Colombia, dejando a parte el territorio ya descubierto por Colón y Rodrigo de Bastidas, no hay ningun dato de que tal proyecto se hubiese realizado. La Junta de Burgos de 1507 autorizó exploraciones de Ojeda en la costa de Nueva Andalucía, desde el cabo de la Vela hasta el golfo de Urabá, reservando para Diego de Nicuesa la ribera del Darién hoy panameño, ambos con títulos de gobernadores. Para esta empresa consiguió Ojeda la colaboración del sevillano Martín Fernández de Enciso, autor del que sin duda fue el primer libro sobre el Nuevo Mundo, «Suma de Geographia que tracta de todas las partes etprovincias del mundo, en especial de las Indias» , publicado en 1519. Logró alistar cuatro buques y enrolar dos centenares largos de hombres, entre los que iban dos de especial relieve: El cartógrafo montañés Juan de la Cosa, ahora teniente de gobernador, y un soldado de 33 años llamado Francisco Pizarro, que hacía sus primeras escaramuzas por tierras americanas. Después de discutir con Nicuesa el límite de sus concesiones, y de establecerlo en el actual río colombiano de Atrato, el 10 de noviembre de 1509 partió Ojeda con sus barcos desde la isla Española. Pocas jornadas después estaban en la zona de la actual Cartagena de Indias; los contactos con los indígenas no fueron cordiales, pese a las protestas del gobernador justificando las refriegas. Juan de la Cosa, conocedor de que los indios usaban flechas emponzoñadas, recomendó una actitud comedida, pero Ojeda atacó; y aunque al principio resultó victorioso, persiguió a los indios en su huida hasta Turbaco, donde los hábiles flecheros sorprendieron a los españoles y les causaron un centenar de muertos, entre ellos el propio Juan de la Cosa.Sólo la imprevista llegada de Diego de Nicuesa permitió el desquite de Ojeda, que causó gran mortandad entre los naturales. El 10 de febrero de 1510 estaba Ojeda en el golfo de Urabá y funda ese mismo día la villa de San Sebastián, con un fuerte para ponerse a salvo de los ataques indios. El hambre, las enfermedades y las flechas «con hierba» empezaron a hacer verdaderos estragos, a los que no ponía remedio la presencia de la nave que supuestamente preparaba Fernández Enciso en la isla Española. El propio Ojeda cae herido de flecha envenenada y soporta con la aplicación de dos planchas de hierro candente, la tremenda cauterización de una pierna, así como la invalidez consiguiente. Era tan grave la situación, que el gobernador decide ir a la Española en busca de refuerzos y dejar en San Sebastián a sus hombres al mando de Pizarro, quien tampoco tardaría en levantar el campo y trasladarse con su gente a un emplazamiento más saludable y seguro. Corría el mes de mayo de 1510 cuando Ojeda, aprovechando la presencia en aquellas aguas de un barco robado por un tal Bernardino de Talavera, consiguió que éste le llevase hasta Cuba, y después de durísimas peripecias consiguió llegar hasta la Española. Sus gestiones no consiguieron el auxilio necesario para la gente de San Sebastián, y parece que murió pobre hasta el extremo en Santo Domingo, en 1515. Salvo algún recoveco costero, no puede decirse que Alonso de Ojeda hubiese descubierto la zona que va desde Cartagena al golfo de Urabá, aguas ya navegadas por Bastidas. Brilló su valor, pero con su audacia mezcló la imprudencia . De esta última campaña se recordará la fundación de la villa de San Sebastián, precedente primerísimo en tierra continental de los muchos asentamientos europeos que allí registra la Historia.
En el otoño de 1494 un jovenzuelo y alocado monarca francés que se llamaba Carlos decidió invadir Italia y empezar a cosechar glorias desde el primer minuto de su reinado. El plan era ambicioso y arriesgado. Tenía que cruzar los Alpes, transitar por el Milanesado y la Toscana sin contratiempos, detenerse en Roma para ser coronado y terminar la gira en Nápoles, para destronar al decadente y poco motivado rey del vecchio regno, Ferrante II, a quien llamaban Ferrandino por lo apocado y falto de espíritu que era. Como era joven, valentón e irresponsable, no se preocupó de las consecuencias de su aventura. El emperador de Austria miraría para otro lado. El rey de Inglaterra poco podía decir, estaba muy lejos. En cuanto al de Aragón, único que podía sentirse directamente concernido, acababa de ser recompensado con la devolución de la Cerdaña y el Rosellón, dos comarcas que habían caído en manos francesas durante la guerra civil catalana, unos años antes. Eso era, más o menos, lo que circulaba por su cabecita antes de ordenar a sus generales que cargasen las mulas y enfilasen el camino de Milán. Todo le salió como la seda, al menos al principio. En febrero del año siguiente hizo su entrada triunfal en Nápoles. Ferrandino, fiel a su carácter, salió disparado al sur, a Calabria, buscando la cercanía de Sicilia, que era parte de la Corona de Aragón. Mientras todo esto sucedía en Italia, Fernando de Aragón, el Católico, esperaba tranquilo. El Papa Alejandro VI, que era valenciano, le había avisado de la cabalgada francesa, de los excesos de sus tropas y de lo mal que le caía el presuntuoso niñato que, en un abrir y cerrar de ojos, se había adueñado de Italia. El rey se hizo el sueco, no movilizó al ejército de Sicilia ni envió un contingente por si Carlos, a quien aún le quedaba cuerda, tenía la ocurrencia de cruzar el estrecho de Mesina. Muy al contrario, dejó hacer al frances y se concentró en urdir una gran alianza internacional contra él. Decir que Carlos era muy malo y él muy bueno no colaba, así que tramó una coartada para que todos picasen el anzuelo. Propuso al Papa crear una Liga Santa para frenar el avance de los turcos en el Jónico. Todo un clásico. Eso implicaba que Francia debía abandonar Nápoles. El Pontífice lo recibió de mil amores y cursó petición a todos los reyes de la Cristiandad, incluido el de Francia. Venecia se apuntó a la primera; le siguieron Austria, Inglaterra, Castilla y Aragón. Carlos dijo que nones, que para defender Nápoles de los sarracenos ya se bastaba el sólito. Había caído en la trampa. Rodeado Carlos por los cuatro puntos cardinales, Venecia llegó a un acuerdo con Milán para atacar a los franceses por el norte. Carlos acudió al combate sin saber que le esperaba una bochornosa derrota, de la que salió con vida de milagro. El sur, que era donde se ventilaba lo importante, se lo reservó Fernando. Envió una flota armada hasta los dientes al mando de Garcerán de Requesens. A bordo viajaba Gonzalo Fernández de Córdoba, un capitán castellano que había servido en la guerra de Granada. Conjugaba en perfecta armonía valor, inteligencia y mano izquierda, ingredientes que, no tan casualmente, se dan en todos los grandes generales de la historia. Gonzalo lo fue, y con letras mayúsculas. Las órdenes de Gonzalo eran restituir a la familia real, la de Ferrandino, en el trono napolitano. Para ello habría de trasladar el ejército hasta la península, liquidar a los franceses, reconquistar Nápoles y asegurarse el control de varias fortalezas. Casi nada. Con lo que había traído de España y el refuerzo de los napolitanos leales a Ferrandino franqueó el estrecho y, ya en Calabria, buscó el encuentro con los franceses, a quienes pensaba pasaportar de una tacada. Error fatal, porque los que le estaban esperando eran los propios franceses, que se habían anticipado al plan del cordobés. En Seminara Gonzalo cobró su primera y última derrota en Italia. El ejército de Montpensier estaba mejor preparado y había hecho un uso combinado de la artillería y la caballería que era casi imposible de replicar con las artes de la guerra que Gonzalo traía aprendidas de España. Acantonó a sus tropas en Reggio, para reponerse y reflexionar sobre el desastre. Había una cosa buena: no habían conseguido obligarles a regresar a Sicilia, y otra mala: eran más, y mejor armados, de lo que pensaba. Tenía, además, que aprender del enemigo. Los franceses estaban muy bien organizados, sus distintas compañías funcionaban con precisión, sin estorbarse y entrando en combate en el momento adecuado. Había que inventarse de cero la milicia española, y había que hacerlo rápido: los franceses no le iban a dar otra oportunidad. Escribió a los reyes para que le enviasen refuerzos, soldados, cuantos más mejor, y dinero, que sin ese no hay ni guerra, ni gloria ni nada de nada. Procedió entonces a reorganizar su ejército. Restringió el uso de ballesteros, que eran una antigualla, y de los incontrolables jinetes ligeros para dar protagonismo a los arcabuceros –uno por cada cinco infantes– y a la infantería. Los primeros podrían descabalgar a distancia a los resueltos jinetes franceses; los segundos darían buena cuenta de los piqueros suizos, que Carlos utilizaba con profusión. Para asaltar las compañías de piqueros ordenó que los infantes llevasen dos lanzas, y una espada corta para clavar en los vientres de los enemigos. Los españoles siempre hemos tenido mucho arte con las espadas cortas; de ahí a la navaja y al navajazo hay sólo un paso. La estrategia también tenía que cambiar. La batalla campal y otras simplezas tácticas medievales ya no valían. Creó divisiones mandadas por un coronel y dejó de lado la antigua columna de viaje, sustituyéndola por el orden de combate, de manera que los soldados siempre estaban preparados para luchar. Con todo, su innovación más original fue la de motivar a los soldados. Les hizo sentirse parte de algo importante, no mera carne de cañón en busca de botín. No escatimó ni dinero ni tiempo para adiestrar a sus hombres, incentivó los ascensos por méritos y estimuló el sentido del honor y de servicio a una causa. Gonzalo Fernández de Córdoba no lo sabía, pero esa reforma sería el germen de los tercios españoles, una máquina de hacer la guerra que estuvo ganando batallas ininterrumpidamente durante siglo y medio. Los primeros en probar la medicina hispana fueron los franceses de Montpensier, y tal fue el palo que se llevaron que, tras batirse con la infantería española, aseguraron no haber peleado "contra hombres sino contra diablos". En julio de 1496 Gonzalo estaba de nuevo en marcha. Los franceses se habían retirado hacia Apulia y tenían sitiada la plaza de Atella, a medio camino entre Nápoles y Tarento. Enterado Alejandro VI del paradero de Montpensier, escribió al capitán andaluz para pedir su auxilio. Esta vez fue cosa de llegar, ver y vencer. Los franceses fueron diezmados y huyeron hacia el norte. Gonzalo se dirigió a Nápoles, donde entró días después aclamado por los napolitanos: "Por común consentimiento de todos fue juzgado ser verdadero merecedor del nombre de Gran Capitán". La aventura del inexperto Carlos VIII había terminado peor que mal: no sólo no había conquistado Nápoles, sino que se lo había entregado en bandeja a Fernando de Aragón, su peor enemigo. El francés apenas tuvo tiempo para recrearse en su odio: poco después murió, como consecuencia de un accidente doméstico, sin dejar descendencia. Se dio un golpe en la cabeza contra el dintel de una puerta. Y es que la precipitación termina pasando factura. El sucesor de Carlos, Luis XII, heredó, aparte de la corona, la apetencias de quedarse con Italia. Pero no era tan ingenuo. Antes de tirarse a la piscina se lo pensó dos veces y se buscó algunos aliados. En 1499 los franceses estaban de vuelta en Milán. Fernando, que tenía abiertos varios frentes, se avino a negociar. Invitó a Luis XII a firmar un tratado para repartirse la Bota entre los dos: el norte para Francia y el sur para España. El francés aceptó encantado y envainó el sable, en espera de mejor ocasión. Ocasión que no tardaría en presentarse porque, como es bien sabido, dos gallos no pueden compartir el mismo corral. Felipe de Habsburgo, el Hermoso, que estaba casado con Juana de Castilla, la Loca, pensó que esa era su oportunidad para ir haciéndose un capitalito al margen de lo que heredase. Concertó un acuerdo con Luis XII en Lyon por el que reinaría en Nápoles hasta que su hijo Carlos (el futuro Carlos V) y la hija del rey de Francia, Claudia, estuviesen en edad de merecer y de heredar. El plan era tan tonto como su creador. Fernando no tragó y ordenó a las compañías españolas en Nápoles que se pusiesen en pie de guerra. Gonzalo, que había regresado a España convertido en lo más parecido a un héroe, fue enviado de nuevo al escenario de sus triunfos pasados. Fernando ordenó armar dos flotas: una en Barcelona y otra en Cartagena, para dejar claro que la empresa italiana era ya un asunto que concernía por igual a castellanos y aragoneses; spagnoli, tal y como eran conocidos ambos en Italia. El Gran Capitán se dirigió a Mesina para reunirse con los regimientos de Calabria, y allí recibió el apoyo de una tercera flota, capitaneada por Luis de Portocarrero. El Católico había puesto toda la carne en el asador. Italia sería española o no sería, así de sencillo. Gonzalo, entretanto, ansioso por encontrarse de nuevo con los franceses, se internó en la península y fue a dar con ellos en un lugar muy familiar: Seminara, el mismo en que había sido derrotado años atrás. Esta vez fue diferente: machacó a la tropa gala y siguió avanzando. Luis XII había destacado en Italia al duque de Nemours, un joven y ambicioso general llamado a ser la horma del zapato de Gonzalo. El francés se retiró hasta la costa del Adriático para recibir ayuda de los venecianos, que se habían puesto de su lado. Puso sitio a Barletta y espero a que el andaluz corriese en su auxilio. Ese sería el cebo: una vez allí, otro ejército francés, liderado por el propio Nemours, le saltaría por la espalda. Gonzalo, como estaba previsto, acudió a liberar Barletta. Entonces todo el plan de Nemours se torció. Gonzalo levantó el asedio en tiempo récord, y antes de que Nemours pudiese moverse salió en su búsqueda. Se lo encontró un poco más al norte, en Ceriñola. El plan de batalla de Gonzalo fue magistral. Mandó cavar unos fosos para detener a la caballería a piquetazos. Hecho esto, descargó toda su pólvora sobre los piqueros suizos y lo que quedaba de caballería. Entonces, cuando el enemigo estaba tocado de muerte, cargó con 6.000 infantes y 1.500 caballeros. La derrota francesa fue total. En el recuento de bajas sólo había 100 españoles muertos, por 3.000 franceses, entre los que se encontraba el propio Nemours. Enterado Gonzalo de que su rival se había dejado la vida en el lance, ordenó que trajesen el cadáver ante su presencia. Ante la estupefacción de sus oficiales, le dedicó un sentido homenaje e hizo que le sepultasen con honores. Lo cortés no está reñido con lo valiente. Hasta en esto Gonzalo Fernández de Córdoba se adelantó a su tiempo. Con idea de evitar que el enemigo se reagrupase, la hueste española corrió hacia Nápoles, donde el Gran Capitán fue recibido como uno de los héroes de la Antigüedad. Los nobles napolitanos habían encargado un arco del triunfo para que Gonzalo lo atravesase con sus hombres. El cordobés se negó elegantemente: aquel reino no le pertenecía a él, sino a Fernando el Católico. Alardes de nobleza como éste le valieron una fama que cruzó Europa de punta a punta. El condottiero español era, amén de invencible, leal y caballeroso. Los franceses, sin embargo, no se habían rendido. Luis XII, emperrado con Nápoles como un niño pequeño, envió tropas de refuerzo a Gaeta. Gonzalo acudió a su encuentro desplegando una estrategia tan novedosa como inteligente. En lugar de cargar directamente sobre Gaeta, dejó que los franceses se confiasen y bajasen hasta el río Garellano con toda su artillería. Diseminó sus compañías a lo largo de varios kilómetros de barrizales para desgastar al enemigo. Llegado el momento, ordenó cruzar el río, rematar a los dispersos artilleros franceses y, ya sin defensas, rendir Gaeta con pocas bajas. Una soberbia lección de cómo se gana una batalla, y de cómo se obedecen las órdenes. Fernando le había pedido por carta que no malgastase hombres ni dineros, que evitase las carnicerías; "mucho más nos serviréis en conservar eso con paz que en darnos todo el reino con guerra". Tras la victoria de Garellano, Luis XII entendió que de Roma para abajo todo esfuerzo era inútil. Los españoles había puesto una pica en Nápoles, y no había modo de arrancarla del suelo. La pica seguiría clavada en el soleado mezzogiorno durante dos siglos más, hasta la paz de Utrecht. Ya desvinculada de la corona española, Nápoles permanecería ligada a España por lazos dinásticos hasta que, en 1860, Garibaldi incorporó el vecchio regno a la Italia de los Saboya. La empresa italiana fue la más provechosa y afortunada de cuantas España ha emprendido en Europa. Un torrente de refinada cultura italiana se derramó sobre nuestro país. Nápoles se convirtió en la ciudad más próspera y poblada de corona. A cambio, los primeros tomates llegados de América en las flotas de Indias posibilitaron que algún napolitano ingenioso inventase la pizza, el plato más universal del mundo. La toponimia, los apellidos y hasta ciertas formas dialectales del sur de Italia guardan memoria de la dilatada presencia española. Nuestra lengua se llenó de italianismos que traían pintores, escultores y músicos.