lunes, 27 de febrero de 2012

El minarete de Jam

Un remoto valle entre montañas de hasta 2.500 metros de altitud, en el corazón de Afganistán, esconde uno de los tesoros de la Humanidad más espectaculares y extraños que se conocen. El Minarete de Jam es una torre o alminar de ladrillo de nada menos que 65 metros de alto, situado en mitad de la nada, a decenas de kilómetros de la población más cercana. Es también una de las muestras más espectaculares de arte islámico oriental, y probablemente la más aislada. Fue descubierto para occidente en la década de los 80 del siglo XIX tras permanecer olvidado durante siglos y dado a conocer al resto del mundo a mediados del siglo XX por un equipo de arqueólogos franceses. Con casi un milenio de historia, el Minarete de Jam ha sobrevivido a guerras, revoluciones, terremotos y tempestades.

 
El Minarete de Jam, junto al río, entre las montañas.

No es demasiado lo que se sabe del “faro de las montañas”. Se encuentra a unos 30 kilómetros por carretera (lo de carretera es un decir) de la población más cercana (Jam), en la provincia de Ġawr. Se desconoce su fecha exacta de construcción; se barajan dos fechas (1174 y 1191) a partir de las inscripciones que se encuentran en las paredes del Minarete. También se desconoce por qué un edificio que debió maravillar a propios y extraños por su monumentalidad (65 metros de altura) no ha dejado registros de su existencia durante más de siete siglos. Se cree que se encuentra en lo que en su día fue Firuzkuh, una de las ciudades más importantes del Imperio Gúrida, que fue destruida por un hijo de Gengis Khan allá por la década de los veinte del siglo XIII. La torre es lo más visible del Sitio Arqueológico de las Montaña Turquesa, nombre con el que también se conoce a la capital perdida del Afganistán medieval.
 
 El Imperio Gúrida, que existió entre 1149 y 1212, se extendía desde Turquía a la India, abarcando grandes porciones de los actuales Irak, Irán, Kirguistán, Kuwait, Afganistán y Pakistán, entre otros territorios. 
 
Vista de las inscripciones en árabe Cúfico.
 
Construido con ladrillos, el Minarete de Jam fue nombrado patrimonio de la Humanidad en 2002. Es el segundo minarete de ladrillo más alto del mundo, y su permanencia en pie durante siglos se considera poco menos que un milagro. En una región donde las inundaciones son relativamente frecuentes y los terremotos pueden llegar a ser poderosísimos una torre de 65 metros de alto (al cambio salen unos 22 pisos de altura, en la unidad de medida oficial en la Televisión) ha pemanecido en pie a lo largo de más de ocho siglos. Su localización remota impidió, además, que fuera conocida más allá de la provincia hasta el siglo XX.



El de Jam no fue el único alminar de su clase alzado durante la época. En los años del Imperio Gúrida más de sesenta torres similares se levantaron desde Irán a Asia Central y desde Irak a la India para honrar a los sultanes; no son pocas las que se conservan en lugares como la India (la más alta del mundo) o Turkmenistán. Descubierto para Occidente en 1885 por un inglés de la Comisión de Fronteras Afganas de nombre Thomas Holdich, permaneció desconocido durante siete décadas más hasta que el trabajo de dos arqueólogos franceses atrajo la atención internacional. En los setenta se siguió trabajando en la zona, pero las sucesivas invasiones y guerras (la URSS, los talibanes, EE.UU.) no han permitido continuar los trabajos de manera regular.
 
 La carretera al Minarete de Jam, en 1974

Tras resistir ocho siglos de guerras, el alminar estuvo cerca de caer a principios del siglo XXI. Cuando cayó el régimen de los Talibanes la zona quedó completamente a merced de los saqueadores, que procedieron a hacer lo que su propio nombre indica: entrar en el sitio arqueológico y arramblar con todo. Los tesoros que allí se encontraron fueron vendidos en mercadillos de Herat a Teherán. La erosión, provocada por la cercanía del río Jam, ha contribuido también a dañar la torre. Durante la pasada década fueron necesarios trabajos de restauración en la base del Minarete para evitar su caida. En la actualidad es un lugar difícilmente accesible, en un país en guerra y muy lejos de cualquier cosa, pero si ha aguantado ocho siglos podría aguantar otros ocho más.

Obras de consolidación de los cimientos, en 2005

Espectacular contrapicado de la torre

El atolón Tikehau


El atolón Tikehau (que significa aterrizaje para la paz) se encuentra en el archipiélago Tuamotu -con un total de 78 islas y atolones-, en el Océano Pacífico, y forma parte de la Polinesia Francesa. Su formato es circular, y es un verdadero paraíso submarino reducido a su laguna interior. Por si fuera poco, está poco explotado turísticamente, por lo que es un paraíso prácticamente virgen. Pero sin duda, lo más curioso de todo es que las arenas de sus playas tienen una maravillosa tonalidad rosa.

Este atolón de 26 kilómetros de diámetro tiene un aeropuerto y una pequeña población, por lo que no debemos preocuparnos por las dificultades a la hora de acceder al lugar y de pasar unos días allí. En el atolón encontraremos solo un resort -el Tikehau Pearl Beach, que tiene unos hermosos bungalows en el agua- y alguna pensión -más económica, aproximadamente 85 euros la noche, pero sin lujos-. Con una anchura de entre 300 y mil metros y tan solo 20 kilómetros de superficie, tiene también un solo puerto para barcos pequeños. Por estas razones, es un sitio ideal para estar tranquilos y en contacto directo con la naturaleza, sin importar nada más.


Administrativamente, este atolón es una comuna asociada a la comuna de Rangiroa, de quien se encuentra a 10 kilómetros al oeste. El siguiente sitio con tierra más cercano es Tahití, del que se encuentra a 300 kilómetros al noroeste. En él encontraremos al atolón con más peces del archipiélago Tuamotu, y allí abundan las rayas, barracudas, los atunes y los tiburones grises. Tiene también numerosas colonias de aves en los islotes aislados de la laguna. La actividad que más se realiza turísticamente, sin ningún lugar a dudas, es el buceo, aunque también hay diversas excursiones, alquiler de kayacs, pesca, snorkeling…


Los habitantes del atolón basan su economía en la recolección de copra, en la pesca que aportan en el mercado de Tahití, y en el turismo. La villa principal es Tuherahera, y la población total del atolón según el censo de 1996 es de apenas 409 habitantes. Sin embargo, a pesar de ser pocos, hay en el atolón cuatro religiones: sanito es la mayoritaria -una rama disidente de los mormones-, además de protestantes, católicos y adventistas. Este atolón fue descubierto por el ruso Otto von Kotzebue en el año 1816, y que lo llamó en ese momento Krusenstern, en honor al primer explorador ruso del Pacífico. En un momento, este atolón fue una isla, pero hoy en día solo queda el anillo de coral formando un arrecife.

El templo Ta Prohm


Uno de los lugares que, sin duda, más fascinan a todos los turistas de Camboya, es el templo jemer Ta Prohm, construido a finales del siglo XII en Angkor. Comúnmente se conoce como un templo que sirvió de monasterio para los budistas, albergando en su interior hasta un total de 12.640 personas cuando se utilizaba para las oraciones y rezos. Hoy en día, su fama recae sobre otro tema. Y es que este templo o monasterio está construido en la selva, la cual ha ido creciendo y evolucionando hasta ir levantándose por encima del templo. Dicha fusión otorga al monasterio y al lugar una de las imágenes más impactantes que se encuentran hoy en día, ya que se aúnan naturaleza junto con las ruinas del monasterio. Un significativo lugar para los que deciden viajar a Camboya.

La historia del templo cuenta que fue encargado en el año 1186, por el rey Jayavarman VII. Construido como un homenaje a la madre del rey, la principal imagen del templo es la que representa a la diosa de la sabiduría de Camboya. Todo relacionado con la admiración maternal que tenía Jayavarman VII con su familia. Dicho monasterio fue utilizado como un complejo real, al mismo tiempo que se usaba como universidad budista, en donde se educaban a más de 80.000 fieles budistas.

Posteriormente, con la muerte del rey, el complejo fue variando de tamaños, de formas, se construyeron nuevas salas que aumentaron todo el conjunto visual, quedando como últimas modificaciones a finales del siglo XIII. Sin embargo, dicho monasterio fue abandonado durante el siglo XV, junto con toda la zona de Angkor. El templo es respetado debido a sus increíbles condiciones naturales en las que se encontraba, aunque creían que estaba en ruinas y la mejor opción era destruirlo. Sin embargo, conservaron dicho monumento historico como honra al rey y a la naturaleza.

Posteriormente, fue necesaria la intervención de los expertos para conservar dicho monasterio hasta el día de hoy. Los frecuentes árboles atravesaban y crecían por todo lo largo y ancho del templo, haciendo peligrar de ese modo la estabilidad del santuario. Es por ello que durante unos siglos se tuvo que talar diversos árboles que amenazaban la estructura, y se han estabilizado diversas zonas que ponían en peligro su derrumbe. Siempre respetando la atmósfera y el equilibrio natural de la selva, eso sí.

Este templo es posible encontrarlo con las coordenadas, justo a unos mil metros hacia el este de Angkor Thom, la conocida como antigua capital del imperio Jemer. Ta Prohm es muy diferente al resto de los templos, ya que forma parte de un antiguo complejo considerado como uno de los tesoros arqueológicos más importantes de todo el mundo. Sobre todo en el ámbito religioso, y dedicado por completo a los dioses hindúes.

El retrete

Uno de los aspectos más desconocidos de la historia de la humanidad es la lentitud con la que higienistas, ingenieros y poderes públicos han intentado resolver un problema tan cotidiano como fundamental: la eliminación de los excrementos humanos. Por su volumen, un litro y medio de orina y ciento cincuenta gramos de desechos sólidos diarios por habitante, representan un problema municipal de importancia considerable.

Se cree que fue hacia el siglo III o II a. C. cuando los romanos inventaron el orinal (matula), que durante veintidós siglos sería un utensilio doméstico básico. Aunque es cierto que desde el II milenio a. C. los creyentes disponían de cuartos especiales con sillas excretoras fijas, su instalación parece haber planteado problemas de infraestructura arquitectónica y municipal demasiado complejos para que el ejemplo fuera imitado. Hasta el siglo XVIII el orinal constituye el principal receptáculo de los excrementos, descontando evidentemente los rincones y lugares públicos de todo el mundo donde las gentes aligeraban sus vientres y vejigas. Estos recipientes se vaciaban en la calle, la mayoría de las veces directamente por la ventana, y más tarde, y en ciertos barrios, en el arroyo, para no manchar las fachadas. Casas, calles y palacios apestaban. Ciertas callejuelas oscuras de muchas ciudades francesas parecen haber sido especialmente favorecidas por gentes apuradas y llevan nombres tan evocados como “calle inmunda”, “calleja de las agachapares” o callejón de los menesteres”.

Aunque es cierto que algunos monarcas como Luis XI, son lo bastante púdicos como para evacuar sus necesidades en la intimidad de una “silla excusada” protegida por cortinas, muchos villanos y no pocos burgueses satisfacen sus necesidades públicamente ofreciendo, como mínimo, al pudor. En Francia, durante el reinado de Carlos V, se intentó remediar la situación instando a todos los propietarios que posean inmuebles en la villa y los suburbios de París a instalar en sus casas letrinas y privados suficientes. El decreto, de 1375, era tan solo un tímido primer paso hacia los cuartos de baño actuales; harían falta diez siglos para que se produjera el segundo. De hecho, cuando en el siglo XVIII los magistrados parisinos intentaron prohibir la práctica de las calles-letrina, una delegación de burgueses se presentó en la casa de la Villa para protestar contra la medida. No se encontró otra solución para la evacuación de los excrementos que la creación de unos canales especiales, los “mierderos”. En los castillos las deyecciones se depositaban en los fosos y en ciertos casos como en Coucy, un saledizo en el muro permitía despacharse directamente al aire libre, con destino a losfosos.

Durante el siglo XVIII, la única innovación en este campo, técnicamente secundaria, fue la instalación en algunas casa de pozos negros que iban a dar a unas tinas especiales (conos truncados de 86 cm de alto, 40 de base y 26 de boca), sistema inventado en 1786 por P. Giraud; las tinas eran transportadas periódicamente a las afueras de las ciudades para vaciarlas. La solución era bastante discutible, ya que los conductos solían obstruirse creando una atmósfera pestilente en las casas. Algunos, gente acomodada, preferían servirse en la silla excretora, que podían colocar en cualquier parte, y llamar acto seguido a algún lacayo diligente para que vaciase en la calle la cubeta.

La urbanización progresiva de las ciudades y el crecimiento demográfico hicieron la situación cada vez más insoportable. En el primer tercio del siglo pasado las inmundicias cubren las calles y llueven a traición desde las ventanas. Los servicios sanitarios y las prefecturas de policía protestan contra los peligros que esta situación entrañan para la población, y la degradación que infringe a los monumentos públicos e incluso a los lugares de culto. Pero la ley es impotente al no existir una solución técnica. En 1837, las catorce empresas de privados que se encargaban de vaciar las tinas de los inmuebles burgueses de París, que eran transportadas en carretas, ya no daban abasto. Cada carreta podía transportar un máximo de treinta y dos tinas por viaje.

Hasta 1865, más o menos, no surgió la primera iniciativa oficial destinada a velar por el pudor público con la instalación de quioscos de necesidad y cabinas inodoras a cinco céntimos. Los médicos tuvieron su parte en el asunto, pues sospechaban que el mefitismo intervenía en la propagación de las epidemias.

Entre 1865 y 1885m el vertido de materias fecales den los ríos, que era la solución adoptada en todas las ciudades europeas situadas en las proximidades de alguna corriente fluvial, creó un problema suplementario: los cursos de los ríos se convirtieron en auténticas cloacas a cielo abierto.

Mientras tanto le habían producido dos inventos sucesivos, que muy pronto se complementarían. El primero es un invento colectivo, anónimo, surgido de una institución conocida entonces como escuela monje, que luego se la conocería como el instituto Carnot de París: es la taza de retrete, muy parecida a la que conocemos actualmente, provista de una tapa horadada de manera que puede subirse y bajarse; la tapa en cuestión era entonces de chapa. Este modesto invento, pues de hecho no es más que una adaptación de la silla excretora, despertó sin embargo polémicas interminables. Los médicos discutieron largo y tendido, acaloradamente, sobre los peligros de este invento, que según alguno ” contrariaba las leyes naturales ” y favorecía los contagios debido a la famosa tapa. Las perlas de argumentación derrochadas para repudiar este invento dejan bastante pensativo a quien vuelve a leerlas al cabo de un siglo.

Este retrete moderno se impuso finalmente al asociarse con otro invento, el del inglés Thomas Crapper, que al parecer data de 1886: la cisterna de agua. Craper tuvo la idea de instalar encima de la taza, a cierta altura, un depósito con capacidad para diez litros de agua que por medio de un sistema de palanca liberase su contenido al tirar de la cadena. La función de la cisterna era por tanto expulsora y limpiadora, pero además favorecía una valiosa ventaja complementaria, y es que al diluir las materias fecales contribuía a que los vertidos finales sobre los ríos fueran mucho menos densos.

Crapper, por otra parte, modificó también el diseño de la taza incorporando el sifón, que garantizaba que siempre hubiese en el fondo de esta una pequeña cantidad de agua relativamente limpia que aislaba el bombillo del conducto de bajada. Su water-closet, el famoso inodoro, protegía por fin a la vivienda de emanaciones perniciosas.

Sin embargo, su invento sólo pudo triunfar una vez que se impusieron sistemas de alcantarillado público y se garantizó el suministro de agua corriente a todas las viviendas, algo que no se ha conseguido hasta muy entrado el siglo XX.

Ol Doinyo Lengai


El Gran Valle del Rift, que recorre países como Tanzania o Kenia, es un lugar impresionante: una fractura geológica de 500 kilómetros de largo entre Mozambique y el Valle de Jordán. Si lo recorremos, pasaremos por el Serengeti, el Kilimanjaro, la sabana tanzana, la selva. El Kilimanjaro o el lago Tangalika -el más grande del continente- son los destinos más conocidos, pero hoy hablaremos del volcán Ol Doinyo Lengai.

Ol Doinyo Lengai (que significa Montaña de Dios), o “el volcán de lava blanca”, es el único en el mundo que, por su forma, puede expulsar la lava como si fuese agua, con una temperatura de 590º, lo que es bastante frío. Por el día, la lava fluye negra -y si se solidifica, tiene unos cristales que brillan intensamente con el sol, aumentando su belleza-, por la noche roja, y al contacto con el agua se vuelve blanca. Si a esto le sumamos su espectacular forma cónica de 1.600 metros desde su base, tenemos una belleza única en medio de una planicie de pastoreo donde viven los Masai.

Este volcán se encuentra en la ladera oeste del Valle del Rift, al sur del lago Natron, al noroeste de Tanzania, y culminó su formación hace quince mil años. En la cima tiene dos cráteres, uno activo de forma continua, con una lava que se vuelve blanca al entrar en contacto con el agua, debido a que tiene un bajo contenido en sílice que ha moldeado al volcán de una forma particular. El del sur, que es el inactivo, está cubierto de vegetación, y su tierra es marrón clara y blanda. Cada varios años, el volcán expulsa cenizas.

Se puede ascender al volcán siempre que la actividad sea leve, aunque hay que tener en cuenta que las últimas erupciónes fuertes fueron en 1966 y 2007. El turismo suele realizarse en la temporada de verano, la más seca. Para ascender al volcán no es necesario un entrenamiento físico previo, aunque sí es aconsejable. Lo mismo sucede con los guías locales: no son imprescindibles, pero contratar uno nos permite tener mayores conocimientos sobre la zona. Se recomienda hacer el trekking por la noche para sufrir menos el calor, y aún así es importante llevar un mínimo de dos litros de agua por persona. Si hacemos el viaje en un día que no sea luna llena, necesitaremos de una buena linterna.