sábado, 10 de septiembre de 2011

El creador de Stonehenge

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¿Quién no ha escuchado hablar sobre ese espectacular monumento megalítico ubicado en el valle de Salisbury, Inglaterra, de nombre Stonehenge?
Durante mucho tiempo se han realizado excavaciones con el objetivo de explicar quién y por qué se realizó una labor tan majestuosa en una época tan lejana en el tiempo.
Al parecer, justo en las canteras de donde se extraían las piedras azules empleadas en la primera fase de la obra pudo haber estado enterrada la tumba de su creador.

Carn Menyn

El lugar, llamado Carn Menyn, está ubicado en las colinas de Preseli, en el País de Gales. Los expertos pretenden estudiar toda la materia orgánica que se encuentra en los alrededores usando el método del radiocarbono. 
De todas formas es muy probable que los restos hayan sido destruidos hace ya mucho. Si aparece alguna información que vincule ambos lugares, esta sería una prueba definitiva de las hipótesis existentes.

Se encontraron restos de un
monumento ceremonial, donde yacía un banco dos piedras aparentemente incrustadas.
 
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Conexión

Las piedras azules de la primera etapa de construcción también se distribuyen en parejas, lo cual hace pensar a los arqueólogos que existe una estrecha relación entre el monumento y este sitio.

A semejanza de los monumentos funerarios del período Neolítico, esta tumba es una especie de señalización del camino colocada sobre una base circular.
Lamentablemente su parte central fue alterada con anterioridad, por esta razón se pensó en excavar sólo los bordes exteriores.

¿Por qué Carn Menyn?

En la región abundan las fuentes de agua (elementos rituales centrales en la cultura de la época) quizás esa sea la razón por la cual los constructores fueron a extraer sus piedras precisamente allí y no en un lugar más cercano a Stonehenge.

Investigación

Lo que sí parece evidente es que había una persona muy importante vinculada con este sitio, a la que, al morir, se le levantó un monumento funerario.
Probablemente fuera quien impulsara el traslado de todas esas piedras azules a través de los cerros a 150 millas de distancia. Aún falta mucha información por obtener, pero las posibles conexiones ya están sentadas.

Tam Coc, el mundo perdido

Cerca del poblado de Ninh Binh, a una hora y media desde Hanoi, Vietnam, se encuentran las cuevas de Tam Coc (la traducción sería “tres cuevas”), en el entorno de paisaje cárstico del río Ngo Dong. La zona se conoce como la “bahía de Ha Long interior”. En una excursión en barca, nos internaremos en un mundo perdido, entre canales y campos de arroz donde la vida rural vietnamita transcurre sin cambios desde hace cientos de años, y donde los paisajes son poco menos que alucinantes.


De la mano del crecimiento del turismo, la armonía del lugar puede verse opacada mínimamente por los insistentes vendedores. Pero nada se compara con navegar por los canales y el río, timoneado por las tradicionales remeras con el pie. 














La yegua de Flandes

Más allá de la tristeza que embargaba a Enrique VIII por la muerte de su esposa Juana, debió considerar celebrar un nuevo matrimonio, ya que resultaba conveniente a los fines de fortalecer sus alianzas de poder. En este sentido, necesitaba casarse con alguna candidata que lo aliara con el Sacro Imperio Romano Germánico que –liderado por el Emperador Carlos– representaba la mayor potencia de la época.

Entre las posibles esposas se encontraba la flamenca Ana de Cleves, princesa de una familia destacada de religión protestante luterana, lo que favorecería la posición de Enrique en Inglaterra como jefe de la Iglesia Anglicana que él mismo había creado. A los fines de consolidar aún más esa posición, pensó en pactar el matrimonio del recién nacido Eduardo con una hermana de Ana, intento que resultará fallido.

En este sentido, a los fines de conocer el aspecto de la que sería su cuarta esposa, envió a la corte germana al pintor Hans Holbeín para que realizara un retrato de su prometida. Así lo hizo el gran pintor, sin embargo, por temor de desagradar al rey realizó un retrato retocado de la futura reina, ante el cual el rey aprobó y hasta se ilusionó con la nueva posesión conyugal. Pero cuando conoció personalmente a Ana de Cleves, no pudo menos que manifestar su desagrado. En su círculo privado se refería a ella como "la yegua de Flandes".
 
 
Según los cánones de la época, Ana era realmente fea: era alta y corpulenta, y su rostro poco agraciado mostraba además marcas de picaduras de viruela. Incluso, era poco apta para sostener los diálogos ingeniosos de una corte renacentista, dirigidos muchas veces por el mismo rey, que escribía versos, creaba canciones y gustaba de la lectura, todo lo cual era ajeno a los gustos de Ana, la cual apenas hablaba inglés.

Preso de esta decisión, ya que no podía negarse al casamiento por los altos intereses políticos y económicos que la novia representaba, contrajo matrimonio en 1540. De esta manera, Ana de Cleves se convertía en la cuarta esposa de Enrique VIII.

Ana había permanecido católica conservadora, aunque su familia era luterana. Entabló una relación próspera con la princesa María y se estima que su relación con el rey era buena. A pesar de esto, Enrique había puesto su atención en una dama que formaba parte del sequito de damas de honor de Ana, la bella Catalina Howard. De esta forma, el matrimonio entre Enrique y Ana estaba destinado a la ruptura. De hecho, Enrique consiguió que la fea flamenca, quizá temerosa de correr la suerte de la otra Ana (Ana Bolena), aprobara el divorcio, apenas transcurridos unos meses desde el día de la boda. A cambio de ello, recibiría una importante renta vitalicia que le permitiría proseguir residiendo en la corte inglesa como dilecta amiga del rey y de la princesa María, pudiendo mantenerse de acuerdo con su alto rango.

En este sentido se elaboraron una serie de hipótesis acerca de la consumación del matrimonio entre Enrique y Ana de Cleves: algunos historiadores sostienen que el matrimonio no fue consumado, por el desagrado físico que la flamenca producía al rey; otros dicen que la separación se produjo porque Enrique no había obtenido los favores de Ana, que estaba enamorada de otro hombre, y la deseaba tanto que le ofreció desposarla para poder hacerla suya, pero lo cierto es que Ana accedió buenamente a abdicar el reinado inglés en el que se vio pronto suplantada por su dama de honor. Así, este cuarto matrimonio del rey Enrique VIII semejó un paso de comedia.

El cero y sus curiosidades

Un día cualquiera te despiertas por la mañana y el cero ha quedado abolido por un decreto ley. Acudes al ordenador, pero sin unos y ceros el lenguaje informático no existe. Intentas comprar un periódico, pero el quiosquero no recuerda si cuesta uno, cien o un millón de euros. Tus 30 años recién cumplidos se han convertido en 3 y hay un ruido infernal: todas las luces están encendidas, en los interruptores ha desaparecido el off, o cero.
La única ventaja, piensas, es que ya nadie me pondrá un cero en el colegio. De hecho, ya nadie llevará esta nota en el boletín, porque el Ministerio de Educación y Ciencia se ha propuesto abolirlo. Se podrá obtener un “dónut” en un examen si lo dejas en blanco, pero las notas finales empezarán por el 1.
El cero es una conquista reciente, el concepto de la nada es avanzado, y reflejarlo en un signo matemático corresponde a un pensamiento abstracto evolucionado.
Llegar a concebir que el vacío puede y debe ser reemplazado por un grafismo que tenga precisamente este significado constituye un último grado de abstracción.

Imaginemos al hombre de Atapuerca intentando poner orden en sus cosas: “¿Cuántas frutas tengo para dar de comer a mi familia? Una, dos, tres...” ¿Y el cero? Nadie tiene cero dedos para contar, nadie cuenta con el pobre cero, pero si tengo tres hijos y tres manzanas, ¿qué me queda?.

Culturas como la egipcia, babilónica o romana sobrevivieron sin el cero y lo hicieron por el contexto. Parece difícil, sin embargo, aún hoy lo hacemos continuamente. Si te preguntan cuánto vale un billete de autobús para ir a las afueras y dices “dos cincuenta”, piensan que son un par de euros y medio, pero si te hacen esa misma pregunta para un viaje de Barcelona a París y contestas “dos cincuenta”, cualquiera cree que te estás refiriendo a 250 euros.
Casi todas estas culturas antiguas, cuando tenían que poner 207 escribían 100, 100, 5, 1, 1 (en números romanos: CCVII). Pero todo se complica infinitamente si en lugar de contar cantidades cercanas, como decenas o centenas, has de abordar números cósmicos, como miles de millones, billones…    
Los matemáticos babilonios, si tenían que distinguir entre 3106 y 316, lo hacían por el contexto. En las tablillas de escritura cuneiforme, aparecen los números babilónicos, que tenían base 60. 
Hacia el año 400 A.C. empezaron a utilizar dos pequeñas comas (con forma de diminutas espiguitas, o cuñas) entre dos números para indicar el cero posicional y distinguir así, por ejemplo, el 32 del 302. Podías poner, por ejemplo, 2.018, así: 2’’18, pero solo era un cero posicional.
Los matemáticos griegos como Euclides no necesitaron el cero, pues contaban con la geometría para definir número, pero los astrónomos tuvieron la dificultad de nombrar distancias de muchos ceros sin tener cero. Hay quien piensa que en realidad lo tuvieron: "ómicron", la primera letra de la palabra "ouden", que significa “nada”. Otros historiadores lo niegan, pues ómicron era también el número 70.


Fueron los indios quienes lo hallaron. Aryabhata inventó en el año 500 el signo "kha" para indicar la posición de los números. Esta palabra luego fue el nombre que se dio al cero, aunque no era propiamente este número. Hasta el 876 no existe constancia escrita del signo, prácticamente con la misma grafía actual.  
La historia es la de una ciudad llamada Gwalior, a 400 kilómetros de Nueva Delhi, en la que había un templo. Los sacerdotes se adornaban con guirnaldas de flores, por lo que tenían que plantar un número determinado de metros cuadrados de plantas que les surtieran de flores todo el año. Unos sabios calcularon el terreno a plantar: 187 por 270 hastas (un hasta son 2 metros), y el resto de la humanidad tuvimos la fortuna de que escribieran las cifras con todos sus ceros.

Pero no solo eso; los grandes matemáticos indios, como Brahamagupta, Mahavira y Bhaskara, se habían hecho ya antes preguntas en sus tratados. No en vano, en la filosofía india ya se manejaban los conceptos de vacío, nada y nulidad.  
A Brahamagupta se le considera una de las personas más inteligentes de la historia, ya que además de introducir el cero en las cifras para definir una cantidad nula, dijo cosas que ahora nos parecen obvias, pero en aquella época, el año 628, eran sorprendentes: “La suma de cero y un número negativo es negativa; la suma de un número positivo y cero es positiva; la suma de cero y cero es cero”. Llegó a averiguar que algo multiplicado por nada no es algo, sino nada.
El problema empezó cuando trató de dilucidar qué pasa si divides una cifra entre cero, o cero entre algo; aquí, ni él ni Mahavira, 200 años más tarde,  fueron capaces de salir del atolladero, aunque sí hallaron la idea opuesta al cero: el infinito. 

Más tarde, los matemáticos árabes Al Khawarizmi e Ibn Ezra (para los españoles, Avicena) difundieron los hallazgos de la India por Europa a través de España y explicaron, dibujaron y nombraron con la palabra sifr (la misma de la que procede “cifra”) lo que luego derivó en cero.

Hay otra cultura que rozó el círculo inventado por los indios, los otros matemáticos indios: los mayas. Para ellos y otras culturas mesoamericanas, el tiempo no era lineal, sino circular, y coincidía con el espacio, así que el cero que ellos usaron no era realmente un símbolo que significara la nada, era algo tangible, es un colgante sin nudos para los incas, es un caracol para los mayas y una mazorca para los aztecas.
Los días de la semana se empezaban a contar por cero, y la Luna, diosa de la fertilidad, lo era también de la cifra redonda, porque como ella, a veces está y a veces no. Así que en los quipus (los colgantes de nudos mesoamericanos) había una forma de contar cotidiana en la que el cero no se tenía en cuenta, y otra religiosa en la que los números se identificaban con los dioses y ahí sí que estaba el cero. 
Los mayas, que usaban un sistema de base 20, tuvieron un símbolo específico más o menos en la misma época que los indios.