martes, 16 de octubre de 2012

Fronteras de Roma

Las mismas defensas que sirvieron para protegerse durante siglos de las invasiones bárbaras acabaron precipitando la caída del Imperio.


Thamugadi, en la actual Timgad en Argelia


En Alemania, los restos de la frontera romana son montículos de tierra de un metro de altura por seis de anchura cubierto de piedras blancas y planas que describe una línea recta a lo largo del suelo del bosque.

Hace casi dos milenios era la línea que dividía el Imperio romano del resto del mundo. Esta elevación es cuanto queda de una muralla que en su día alcanzaba unos tres metros de alto y se extendía centenares de kilómetros bajo la recelosa mirada de los soldados romanos de las torres de vigilancia.

Debía de ser impresionante verla en aquel paraje deshabitado, 1.000 kilómetros al norte de la propia Roma. El estaba oculto y pintado. Todo era perfectamente recto, al milímetro. Los romanos tenían muy claro cómo había que hacer las cosas. Al medir otro tramo de muralla, unos alumnos de ingeniería localizaron una sección de 50 kilómetros que solo se curvaba 92 centímetros.


Mirando al norte, dando la espalda al Im­­perio romano, a 200 metros, el siguiente cerro se yergue como una muralla verde, era la frontera, al otro lado hay unas vistas fantásticas de… nada.



Torre de vigía en Becheln, Alemania

Una imponente red de murallas, ríos, fuertes y atalayas marcaba los límites de Roma. En el momento álgido del Imperio, en el siglo II d.C., Roma enviaba soldados a patrullar un frente que se extendía desde el mar de Irlanda hasta el mar Negro y atravesaba el norte de África.

El Muro de Adriano, en Inglaterra, es probablemente el segmento de muralla fronteriza más famoso. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1987, y en 2005 la Unesco lo combinó con los 550 kilómetros de la frontera alemana y los dos bienes se convirtieron en uno nuevo. Los expertos confían en que se sumen restos de otros 16 países. Esta iniciativa internacional quizás ayude a responder la pregunta de por qué levantaban murallas los romanos: ¿para proteger un régimen asediado por los bárbaros, o simplemente para marcar el límite físico del Imperio?.

Definir y defender fronteras sigue siendo una obsesión en el mundo actual, en el que los políticos debaten la construcción de un muro entre Estados Unidos y México y los ejércitos se vigilan mutuamente desde las márgenes de la franja minada que separa las dos Coreas. Si comprendemos el porqué de la obsesión romana por las fronteras –y el papel que estas jugaron en la caída del Imperio– quizá nos comprendamos mejor a nosotros mismos.

En torno al año 500 a.C., Roma entró en un período de expansión continua que a lo largo de seis siglos transformó una modesta ciudad-estado de la turbulenta península Itálica en el mayor imperio que jamás ha conocido Europa.

El emperador Trajano fue un heredero entusiasta de esta tradición bélica. Entre los años 101 y 117 d.C. libró batallas de conquista en lo que hoy es Rumania, Armenia, Irán e Irak, y reprimió con brutalidad las rebeliones judías.

A su muerte en el año 117, su territorio se extendía desde el golfo Pérsico hasta Escocia. Legó el Imperio a su hijo adoptivo, un senador hispano de 41 años de nombre Publio Elio Adriano, autoproclamado poeta y arquitecto aficionado. Cuando se encontró con un territorio tan vasto que Roma no alcanzaba a controlar, y con políticos y generales que lo urgían a seguir los pasos de su padre adoptivo, el nuevo emperador dio un giro al rumbo de Roma y su primera decisión fue abandonar las provincias nuevas y reducir pérdidas. Adriano tuvo la inteligencia de comprender que su predecesor se había excedido en sus ansias de expansión.

Esas políticas chocaban con un ejército acostumbrado a atacar y combatir en campo abierto. Peor todavía: minaban el corazón mismo de la identidad romana. ¿Cómo un imperio destinado a dominar el mundo podía aceptar que algunos territorios quedasen fuera de su alcance?.

Es posible que Adriano reconociera que el apetito insaciable de Roma estaba reportando unos rendimientos decrecientes. Las provincias más valiosas, como la Galia o su Hispania natal, estaban llenas de ciudades y de fincas agrícolas. Pero algunas guerras no merecían la pena. «Poseedores de la mejor parte de la tierra y el mar –observó el autor griego Apiano–, [los romanos han] intentado preservar su imperio ejerciendo la prudencia, en vez de extender su dominio indefinidamente sobre tribus bárbaras tan miserables como improductivas.»

Que el ejército respetase a Adriano ayudó. El exmilitar adoptó la barba castrense, algo inaudito en un emperador romano. Más de la mitad de los 21 años de su reinado los pasó en las provincias y visitando las tropas en tres continentes. Se desocuparon enormes zonas de territorio, y el ejército se atrincheró a lo largo de las nuevas –y reducidas– fronteras. Dondequiera que Adriano fuera, se erigía una muralla. Así comunicaba a los expansionistas del Imperio que no se librarían más guerras de conquista.

Para cuando murió el incansable emperador en el año 138, la red de fuertes y calzadas concebidas en principio para abastecer a las legiones desplazadas se había convertido en una frontera de miles de kilómetros. Orgullosa constancia de ello dejaba el orador griego Elio Arístides poco después de morir Adriano: «Un campamento militar, como un baluarte, encierra el mundo civilizado en un anillo, desde las zonas habitadas de Etiopía hasta Fasis, y desde el Éufrates del interior hasta la isla más remota de poniente».

En esa «isla más remota de poniente» levantó Adriano el monumento que lleva su nombre, una muralla de piedra y turba que dividía Britania en dos. Hoy el Muro de Adriano es una de las secciones mejor conservadas y documentadas de la frontera de Roma. Los restos de esta barrera de 118 kilómetros atraviesan marismas y verdes pastos, y hay un tramo que discurre paralelo a una autopista de cuatro carriles.

Diseñado tal vez por el propio em­­perador en su viaje a Britania del año 122, expresaba con insuperable elocuencia su intención de definir los límites del Imperio.

En su mayor parte el muro de piedra tenía unas medidas que intimidaban: 4,50 metros de alto por tres de ancho. Aún hoy se distinguen los vestigios del foso de tres metros que corría en paralelo. Las excavaciones de las últimas décadas han sacado a la luz un obstáculo más para los in­­trusos: zanjas defensivas con estacas en su interior, situadas entre el foso y el muro. Una calzada facilitaba la respuesta militar a cualquier amenaza, y a intervalos regulares se abrían accesos, custodiados por torres de vigía cada 500 metros.

A escasos kilómetros de la muralla se extendía un rosario de fuertes separados por media jornada de viaje a pie. Cada uno albergaba entre 500 y 1.000 hombres, con capacidad de respuesta rápida ante eventuales agresiones.

Al profundizar en las excavaciones aparecieron cientos de tablillas de madera, frágiles y finas como papel de fumar, cubiertas de textos que detallan la vida diaria en el Muro de Adriano: encomiendas de trabajo, turnos de guardias, peticiones de abastos, cartas personales… Las tablillas sugieren que montar guardia frente a esos «patéticos britanos», como describe un habitante de Vindolanda a los lugareños, no era un paseo, pero la vida en el fuerte tampoco podía considerarse un suplicio. Algunos militares vivían con su familia (entre el calzado exhumado aparecieron decenas de zapatos infantiles). Y comían bien: panceta, jamón, venado, pollo, ostras, manzanas, huevos, miel, cerveza celta y vino. También recibían envíos de sus casas.

Sin du­­da los soldados romanos en sus largas guardias, calados hasta los huesos por la lluvia inglesa ya se planteaban qué hacían allí. Las dimensiones del muro y el sistema de zanjas, baluartes y calzadas sugiere que existía un enemigo letal.

Sin embargo, la información procedente de Vindolanda no describe en absoluto una guarnición acosada. Al margen de unas cuantas pistas dispersas, como la lápida del infortunado centurión Tito Anio, "muerto en la guerra", no hay referencias directas a confrontación alguna en la frontera britana. Ni siquiera se menciona el gran proyecto constructivo del norte. Se trasluce que hay algo en marcha. Hay encargos de cantidades ingentes de suministros, pero no aluden al muro en sí.

Si las murallas no estaban bajo una amenaza constante, y se ha dado por hecho que eran fortificaciones militares diseñadas para repeler ejércitos bárbaros e invasores hostiles, pero, ¿lanzaban los soldados sus armas desde el muro o salían extramuros para combatir cuerpo a cuerpo?.


Muro de Adriano en Gran Bretaña

Hoy en día se cree que la increíble e ininterrumpida línea que es el Muro de Adriano quizá sea una excepción de 118 kilómetros que confirma una regla totalmente distinta. En Europa los romanos se valieron de las barreras naturales que ofrecían el Rin y el Danubio, cuyas aguas patrullaban con una potente armada fluvial. En el norte de África y en las provincias orientales de Siria, Judea y Arabia, el desierto mismo creaba una frontera natural. Las bases militares eran a menudo complejos instalados para supervisar ríos y otras rutas vitales de abastecimiento. De hecho, la voz latina para denominar «frontera» es limes, que originalmente significaba camino patrullado. Se sigue usando el término: «límite», que proviene de limitis, plural de limes.

Los puestos de avanzada en ríos como el Rin y el Danubio o en las zonas desérticas de la periferia oriental y meridional de Roma a menudo tienen mucho de puesto aduanero o policía fronteriza. No habrían podido hacer nada contra un ejército invasor, pero servían para detener a contrabandistas, perseguir bandoleros o quizá recaudar impuestos. Los muros de Inglaterra y Alemania eran parecidos. Las fronteras existían por motivos prácticos, eran el equivalente del alambre de espino de hoy: cortaban el paso a grupos reducidos de gente.

Las fronteras edificadas no necesariamente procuran detener ejércitos sino controlar los desplazamientos de la población. El limes romano, en otras palabras, no debe verse como la barrera hermética que aislaba del mundo a una Roma fortificada, sino como un instrumento del que se valían los romanos para extender su influencia hasta el corazón del mundo bárbaro, como llamaban a todo lo que estuviese fuera del Imperio, por la vía del comercio y las incursiones esporádicas.

Durante siglos los emperadores mantuvieron la paz a fuerza de amenazas, disuasión y sobornos. Roma negociaba constantemente con tribus y reinos extranjeros, y en este sentido, la diplomacia creaba una especie de «zona de amortiguación» de reyes clientelares y caciques leales que aislaba la frontera de las tribus hostiles más lejanas. Las que caían en gracia podían cruzarla a discreción; las otras solo podían llevar productos a los mercados romanos con una guardia armada. Los aliados leales eran recompensados con obsequios, armas y asistencia militar. A veces también se alistaban en el ejército de Roma. En Vindolanda había unidades reclutadas en lo que hoy son el norte de España, Francia, Bélgica y los Países Bajos. Hubo barqueros irakíes surcando los ríos ingleses bajo pabellón romano, y arqueros sirios vigilando la gris campiña.

También el comercio era una herramienta de política exterior. La política exterior romana se basaba en la vieja táctica del palo y la zanahoria, el castigo y la recompensa. Había premio para el alumno aplicado, pero también la venganza era una táctica importante de preservación del Imperio. Dedicaron siete años a vengar una derrota catastrófica sufrida en Alemania en el año 9 d.C. Tácito explica que, tras vencer en el campo de batalla, el general Germánico «se quitó el yelmo y rogó a sus hombres que perseveraran en la carnicería, ya que no querían hacer prisioneros, y solo la aniquilación de aquel pueblo pondría fin a la guerra».


Arco de triunfo en Thamugadi, actual Timgad en Argelia

Adriano también arremetió contra las poblaciones díscolas. En 132 reprimió una revuelta judía con una campaña larga y despiadada. Un historiador romano indicaba que la guerra se había saldado con medio millón de bajas judías, y añadía: «En cuanto a los muertos por inanición, enfermedad o incendio, es imposible establecer el número». Se cambió el nombre de la provincia, de Judea a Siria-Palestina, para borrar hasta el último vestigio de la rebelión.

Ante tamaña brutalidad, los enemigos de Roma sin duda se lo pensaban dos veces antes de pasarse de la raya, y nunca mejor dicho. «La Pax Romana no se gana simplemente después de una serie de batalla, más bien, se reafirma una y otra vez con brutalidad.

Al igual que el Muro de Adriano dibuja la versión más contundente de la frontera romana, una fortaleza abandonada del Éufrates capta de manera muy gráfica el momento en que las fronteras empezaron a desmoronarse. Dura-Europos era una ciudad fortificada en la frontera de Roma con Persia, su mayor rival. Hoy Dura se alza a unos 40 kilómetros de la frontera de Siria con Iraq, a ocho horas de Damasco en una ruta de autobús que atraviesa el desierto. Salió a la luz en 1920, cuando unos soldados británicos en combate con insurgentes árabes descubrieron por casualidad la pared policroma de un templo romano. Un equipo de la Universidad Yale y la Academia de las Inscripciones y Lenguas Antiguas, de Francia, armaron de palas y picos a cientos de beduinos para retirar toneladas de arena. «Era como la escena del Pozo de las Almas de Indiana Jones», apunta Simon James, arqueólogo de la Universidad de Leicester.

Diez años de excavación tenaz sacaron a la luz una ciudad romana del siglo III congelada en el tiempo. Las paredes de adobe y piedra todavía conservan fragmentos del enlucido, y entre sus palacios y templos está la iglesia cristiana más antigua que se conoce.

Fundada por los griegos hacia 300 a.C., Dura fue conquistada por los romanos casi 500 años después. Sus muros, altos y gruesos, y su ubicación, dominando el Éufrates, la convertían en un puesto de avanzada fronterizo perfecto. El extremo norte se amuralló y se convirtió en una «Zona Verde» en versión romana, con barracones, un imponente cuartel general para el comandante de la guarnición, unos baños de ladrillo rojo con cabida para mil soldados, el anfiteatro más oriental del Imperio, que se sepa, y un palacio de 60 habitaciones para los dignatarios.

Los registros de servicio indican que al menos siete destacamentos dependían de Dura. En uno de ellos había solo tres soldados; otro distaba unos 150 kilómetros río abajo; no hablamos de una ciudad en peligro constante, seguramente los soldados estaban más ocupados controlando a los lugareños que repeliendo asaltos y ataques.

La tranquilidad no duró demasiado. Persia surgió como una amenaza importante en la frontera oriental del Imperio 50 años después de la ocupación romana de Dura. La guerra entre Roma y Persia estalló en el año 230 y se libró encarnizadamente de un extremo a otro de Mesopo­tamia. Pronto quedó claro que la estrategia fronteriza que había servido a los propósitos de Roma durante más de un siglo no tenía nada que hacer frente a un enemigo de proporciones considerables y que actuaba con determinación.

A Dura le llegó su hora en el año 256. Los romanos por fuerza tenían que saber que el ataque era inminente, de modo que tuvieron tiempo de reforzar la enorme muralla oeste, apuntalándola con un terraplén inclinado que enterró parte de la ciudad, incluida la iglesia y una sinagoga de decoración espléndida.

El ejército persa acampó en el cementerio de la ciudad, a unos cientos de metros de la puerta principal de Dura. Al tiempo que las catapultas lanzaban piedras contra los romanos, los persas construían una rampa de asalto y socavaban la ciudad, confiando en derrumbar sus defensas.

Mientras se combatía con ferocidad en la su­­perficie, relata James, un escuadrón de 19 romanos irrumpió en un túnel persa. Una nube de gas venenoso bombeado al interior de la cámara subterránea les produjo una asfixia casi instantánea. Sus restos se cuentan entre las pruebas arqueológicas de guerra química más antiguas.

Los persas no lograron derribar la muralla de Dura, pero a la postre consiguieron tomar la ciudad, que luego sería entregada al desierto. Los supervivientes fueron ejecutados o hechos esclavos. Los ejércitos persas penetraron con decisión en las que fueran provincias orientales de Roma, saquearon decenas de ciudades, sometieron a dos emperadores y capturaron al tercero, el desventurado Valeriano, en 260. Se dice que el rey persa, Sapor I, usó a Valeriano de es­­cabel una temporada, tras la cual mandó que lo desollasen y clavasen su pellejo en una pared.

La crisis marcó un punto de inflexión. Hacia la época en que caía Dura, el equilibrio entre ataque, defensa e intimidación impuesto a lo largo de la línea fronteriza se venía abajo. Durante casi 150 años Roma se había apoyado en la frontera para cerrar los ojos a una dolorosa realidad: que extramuros había un mundo que estaba alcanzando un nivel similar al suyo, en parte gracias a los propios romanos. Los bárbaros alistados en el ejército imperial regresaban con conocimientos, armas y estrategias militares romanas. Mientras Roma miraba hacia otro lado, las tribus bárbaras crecían y ganaban en coordinación. Cuando se retiraron tropas de todo el Imperio para responder a los persas, los puntos débiles de Alemania y Rumania fueron atacados casi al momento.

El legado de Adriano tenía los días contados. Lo trágico de su estrategia es que los romanos concentraron la fuerza militar en la frontera. Cuando los germanos la atacaron y sobrepasaron a las tropas romanas, el territorio entero quedó expedito.


Fuerte romano en la actual Qasr Bshir, Jordania

El 24 y 25 de abril del año 260 los soldados romanos se enfrentaron a bárbaros llegados de allende la frontera germana. Vencieron los romanos, pero a duras penas. El comandante dedicó un altar a la Victoria. Pero si se lee entre líneas, la historia es bien distinta: los bárbaros llevaban meses haciendo incursiones y regresaban a casa con miles de cautivos romanos, lo cual, indica que la frontera ya se está desintegrando.

El Imperio, encerrado dentro de sus muros, nunca volvería a ser seguro. Las presiones fronterizas acabaron siendo demasiado fuertes. En todo el territorio imperial las ciudades empezaron a levantar sus propias murallas. Los costes y el caos eran enormes. En dos siglos, el Imperio era historia.


La ciudad de Filadelfia romana, actual Ammán en Jordania

Pueblos Ushguli

Existe una curiosa comunidad de pueblos en altura en Europa, asentamientos que se encuentran entre los 2.086 y los 2.200 metros de altura snm. La comunidad se conoce como pueblos Ushguli, en total cuatro pueblos dispersos en la quebrada de Enguri, en Georgia. Lo curioso es que además de estar considerados los más altos de Europa, los pueblos al pie de las cumbres del Cáucaso están salpicados por torres defensivas en un número elevado en proporción a la cantidad de casas.




En Georgia se encuentran los pueblos con torres defensivas tal vez más elevados y aislados de Europa. Las torres eran construidas en tiempos medievales por cada familia, para estar a resguardo defensivo en caso de ataques foráneos, en una región y país siempre asediada por diferentes culturas y civilizaciones. Siglos después, continúan en pie aunque no en el mejor estado.

















Las torres en alta Svanetia, tal como se conoce a la región, fueron construidas entre los siglos IX y XII a modo de defensa. Son reconocidas como patrimonio de la Humanidad, como parte de una tipología constructiva de la etnia de los esvanos, subgrupo de los georgianos. En la zona, hay numerosos tesoros arquitectónicos incluyendo a las torres, además de imponentes paisajes de montaña. Nada que debiera sorprender demasiado en cuanto a su rica historia, tratándose de una cultura ancestral que tiene sus raíces en civilizaciones antiguas, y en una situación estratégica entre Europa y Asia donde no son pocas las civilizaciones que han pasado.

Isla de Corón

Dentro del conjunto de las islas Calamian, al norte de la provincia de Palawan en Filipinas, se encuentra la isla de Corón. La isla es famosa por ser zona de varios naufragios de barcos japoneses durante la segunda Guerra Mundial, pero debería serlo más por la belleza de sus paisajes.





La isla de Corón está llena de rincones intactos, con lagunas azules y las aguas más puras y limpias de Filipinas, con una visibilidad que puede alcanzar los 24 metros. Todo, rodeado de formaciones rocosas únicas, acantilados de piedra caliza que parecen auténticas obras de arte.



























































Isla Corón se promociona como el paraíso de Filipinas, y razones, al parecer no faltan. En la isla se suceden playas de arena blanca pequeñas y amuralladas por las rocas de piedra caliza. Algunos de los lagos que quedan resguardados por la roca son sitios impresionantes para nadar. El lago Kayangan es uno de los más fotografiados, pero otros como Twin Lagoon o el lago Barracuda son sitios ideales para nadar y practicar snorkel en excursiones guiadas. Unos pocos lagos de un total de trece estás abiertos al público.

Afortunadamente, en la isla Corón el turismo masivo aún está vedado, y los sitios más atractivos están administrados turísticamente por culturas nativas que aplican el concepto de desarrollo sostenible. Además, es uno de los destinos de buceo con barcos hundidos más increíbles del planeta.