lunes, 1 de julio de 2013

Coliseo de Roma



En el año 80 d.C., la inauguración del Coliseo por el emperador Tito dio lugar a las fiestas más grandiosas de la historia de Roma. Años después, el poeta Marcial recordaba que gentes de todos los confines del Imperio, desde britanos, tracios y sármatas hasta árabes, egipcios y etíopes habían acudido a la capital del Imperio para contemplar las fieras más exóticas y a los más famosos gladiadores, envueltos en exhuberantes cacerías y emocionantes combates. A lo largo de los cien días que duraron los festejos se derramó la sangre de 9.000 animales salvajes, abatidos por cazadores profesionales (venatores), y se representaron truculentos combates terrestres en los que perdieron la vida cientos de personas, así como una naumaquia, una batalla naval entre corintios y corfiotas, la única ocasión en que el gran anfiteatro Flavio se llenó de agua.


Aquel programa de juegos del año 80 fue recordado por los historiadores precisamente por su originalidad y magnificencia. Pero el pueblo se mostraba igualmente entusiasmado con espectáculos más comunes, como los combates gladiatorios (munera gladiatoria) y las cacerías (venationes) que sufragaban cada año los magistrados durante sus campañas electorales, o que ofrecía la familia imperial en las principales fiestas del Estado. Los combates duraban habitualmente entre tres y seis días, y se anunciaban por medio de pintadas en las fachadas de casas, edificios públicos y tumbas. La víspera de los combates, los espectadores hacían cola a las puertas del anfiteatro para recoger las entradas gratuitas. Durante la noche, las fieras salvajes eran llevadas en jaulas hasta los subterráneos del anfiteatro desde los vivaria, los parques en los que estaban confinadas, situados al nordeste de Roma, cerca de los campamentos de la guardia pretoriana. Mientras tanto, los gladiadores celebraban en público una cena libera, en la que el pueblo podía ver de cerca a los héroes que más admiraba.


Empieza el espectáculo

El día de los juegos, desde primera hora de la mañana, las gradas del Coliseo se llenaban con 50.000 espectadores que llegaban, según Tertuliano, «fuera de sí, ya agitados, ya ciegos, ya excitados por sus apuestas». El programa empezaba con un espectáculo matutino protagonizado por animales salvajes. A menudo comenzaba con una exhibición de animales exóticos, que muchas veces eran totalmente desconocidos para el público. En el año 58 a.C., Emilio Escauro llevó a Roma desde Egipto hipopótamos y cocodrilos, y Pompeyo trajo rinocerontes que fueron descritos como «jabalíes con cuernos». Poco después, Julio César mostró la primera jirafa en la arena. Algunos animales estaban amaestrados y podían representar complejas coreografías e incluso ejecutar acrobacias como andar sobre la cuerda floja. Durante la inauguración del Coliseo, un elefante se postró en posición suplicante ante el emperador «sin que su domador se lo enseñara», afirmó Marcial.



Los combates entre fieras se disponían en series consecutivas (missiones) y se combinaban de tal manera que la lucha fuera lo más dramática y atrayente posible. Se podía lanzar a la arena simultáneamente a un elefante y un toro, un rinoceronte y un oso, un tigre y un león, o grupos de animales de una misma especie, a veces atados entre sí. Los lanzamientos mixtos de muchas fieras (missiones passivae) concluían por lo general con una batida de caza protagonizada por una multitud de venatores, que iban provistos de un venablo y vestían una túnica corta y correas de cuero en torno a sus piernas. El emperador Probo, por ejemplo, mandó a la arena al mismo tiempo cien leones, cien leopardos africanos y otros cien sirios, y trescientos osos, en un «espectáculo más grande que agradable», según anota Dión Casio.

La reacción de los animales no siempre era la esperada. Asustados por la algarabía de las gradas, enfermos o debilitados por una prolongada cautividad, podían negarse a salir de sus jaulas. En tales casos, los domadores los pinchaban, los azuzaban con antorchas o maniquíes en llamas o recurrían a medios más patéticos, como narra Séneca: «Los sirvientes del anfiteatro han encontrado un nuevo método para irritar a las bestias poco antes de enviarlas arriba desde los subterráneos de la arena. Para ponerlas feroces, se muestran ante ellas en el último momento atormentando a sus crías. Y he aquí que la naturaleza feroz de las fieras se triplica y el amor hacia sus cachorros las hace del todo indomables y las empuja como enloquecidas contra las lanzas de los cazadores».


Piruetas y ejecuciones

Con el paso del tiempo, y debido a la extinción de algunas especies de carnívoros en el norte de África por las terribles masacres del anfiteatro, se pusieron de moda las exhibiciones de agilidad de los cazadores, que se lucían haciendo piruetas y acrobacias ante las bestias, saltando con pértiga sobre ellas o tirándose desde un caballo a galope sobre el lomo de un toro bravo.

Los animales también se usaban en el espectáculo de mediodía, conocido como damnatio ad bestias y que servía de intermedio entre las venationes y los combates de gladiadores. Consistía en hacer salir a la arena a condenados a muerte, desnudos y desarmados, para que fueran devorados por las fieras. Con el fin de hacer la agonía más atractiva, a veces se disfrazaba al reo con los atributos de héroes míticos cuya vida había tenido un trágico fin, como Orfeo e Ícaro. En otras ocasiones, el entreacto se ocupaba con la actuación de cómicos que parodiaban las luchas de gladiadores.


El plato fuerte de los juegos

Los combates entre gladiadores se anunciaban con un toque de trompeta y comenzaban con un desfile por la arena, encabezado por el organizador de los juegos. Tras comprobar el estado de las armas, comenzaban las luchas y el público gritaba entusiasmado desde las gradas: «¡Lo ha tocado!», o «¡Mátalo!» o «¡Perdónalo!» cuando la lucha terminaba. Con mucha frecuencia, los vencidos que habían combatido con valentía y honor recibían el perdón del público. De hecho, Augusto prohibió los combates en los que se daba muerte a todos los vencidos por considerarlos una costumbre bárbara.

Los muertos eran retirados por la puerta Libitinaria y llevados al destrictorium, «un laboratorio infernal, repleto de hierbas de todo tipo, hojas cubiertas por signos incomprensibles y desechos humanos arrancados a los cadáveres antes de darles sepultura. Aquí narices y dedos, allá uñas con restos de carne arrancadas a los crucificados; más allá sangre también recogida de hombres muertos y pedazos de cráneos humanos arrancados a los dientes de las bestias feroces», describe Apuleyo. Los animales muertos se despedazaban y se vendían. La plebe, según Tertuliano, consumía la carne de leones y leopardos, y pedía las tripas de los osos, «donde se encuentra todavía mal digerida la carne humana». Ante nada retrocedían los romanos en su pasión por los espectáculos de gladiadores y nada los disuadió de acudir al Coliseo durante largo tiempo, ni siquiera el triunfo del cristianismo; el último espectáculo registrado en el gran anfiteatro fue una venatio, en el año 523.

sábado, 29 de junio de 2013

Partia



En el año 53 a.C. Marco Licinio Craso, compañero de Pompeyo el Grande y de Julio César en el triunvirato que regía Roma en ese momento, se puso al frente de un enorme ejército, formado por siete legiones, 4.000 soldados de infantería y otros tantos de caballería, y emprendió la marcha hacia Oriente. Su propósito era dar el debido escarmiento a los partos, un pueblo radicado en Mesopotamia e Irán, al que los romanos suponían tan débil y afeminado como todos los bárbaros del este. Tras cruzar el Éufrates, Craso y sus hombres avanzaron por un territorio desolado, sin agua, bajo un sol abrasador, hasta que llegaron a la llanura de Carras, cerca de la actual ciudad turca de Harrán, situada entre las cabeceras del Tigris y el Éufrates. Allí divisaron por fin al enemigo, unos destacamentos de jinetes sucios y cubiertos de polvo que sumaban apenas 10.000 hombres, en contraste con los 50.000 soldados de los invasores. La victoria parecía al alcance de la mano.


Pero entonces los legionarios escucharon el sonido ronco y terrible de unos tambores de bronce, «mezcla del rugido de fieras y estampido del trueno», según escribió Plutarco; a continuación, los jinetes enemigos se quitaron las capas que los cubrían dejando al descubierto destellantes yelmos, corazas y cotas de malla de hierro y acero. Cuando Craso ordenó atacar, los partos fingieron retirarse para luego realizar una maniobra envolvente que les permitió acribillar a flechazos a los legionarios. El combate duró todo el día y terminó en un desastre completo para los romanos, con nada menos que 20.000 muertos. El propio Craso pereció en una escaramuza. Su cuerpo fue llevado ante el monarca parto, quien ordenó introducirle por la garganta oro fundido como castigo por su legendaria avaricia.


El gran enemigo de Roma

La derrota de Craso en Carras fue la peor que habían sufrido los romanos desde las guerras púnicas; se la puede comparar con la de Cannas, ante Aníbal, en 218 a.C. Fue, en todo caso, el comienzo de una larga historia de enfrentamientos entre Roma y los partos, un pueblo guerrero asentado en Irán y que desde hacía dos siglos había creado un poderoso Imperio en Asia Central y Mesopotamia. Después de Carras, los romanos lanzaron campañas de saqueo más allá de la frontera del Éufrates y se inmiscuyeron a menudo en las luchas de poder en la corte parta, apoyando incluso a algunos candidatos al trono. En 116 d.C., tras una espectacular invasión, Trajano llegó a tomar la capital parta, Ctesifonte. Pero los partos resistieron todas las acometidas. Como escribía el retórico Marco Cornelio Frontón, «los partos fueron los únicos que llevaron el nombre nunca despreciable de enemigos del pueblo romano». Y esto no era una hipérbole propia del arte de la oratoria, sino una realidad palpable. Desde la derrota de los cartagineses –el gran enemigo en la historia política y en la memoria colectiva de los romanos–, Roma no encontró un antagonista como Partia, ni un rival con un potencial equivalente en cuanto a su extensión, población y capacidad económica.
La importancia del ejército

Para entender los orígenes de Partia es necesario retroceder a la conquista del Imperio persa por Alejandro Magno. A la muerte del conquistador, en 323 a.C., surgió en Irán y Mesopotamia el gran Imperio seléucida, fundado por Seleuco, uno de los generales del monarca macedonio. Muy pronto, los seléucidas tuvieron dificultades para mantener la integridad de su territorio, especialmente en el este, donde se independizaron los sátrapas (gobernadores provinciales) de Bactria y Partia.

Aprovechando esta situación, la tribu irania de los parni se apropió del territorio de Bactria en el año 247 a.C. Los partos estaban dirigidos por Arsaces, a quien se considera el fundador de la dinastía arsácida; un «hombre de origen incierto, pero de valor reconocido... acostumbrado a vivir del saqueo y del robo», decía Justino Frontino, historiador romano del siglo II. En las décadas siguientes, a través de un proceso largo y tortuoso, los partos se apropiaron de todo el territorio seléucida. Resultó determinante la conquista de Mesopotamia, con sus grandes centros urbanos –como Seleucia, Ctesifonte, Nippur, Uruk y Babilonia–, que se convirtió en el núcleo del Imperio parto. Los soberanos partos extendieron su dominio desde el Éufrates hasta Bactria y desde la India y Asia Central hasta el golfo Pérsico y el océano Índico. No exageraba el ya citado Justino cuando afirmaba que «ahora [en el siglo II] el dominio de Oriente está en poder de los partos, como si hubiesen hecho una distribución del mundo con los romanos».

El gran baluarte del poder parto era su ejército. Se ha afirmado a veces que la organización militar parta era de tipo feudal y que la realeza, a falta de un ejército permanente, debía recurrir a contingentes privados en ocasiones críticas. Sin embargo, los estudios recientes muestran que los arsácidas disponían de guarniciones estables en las fronteras, además de puntos fortificados, cuyo mantenimiento requería un gobierno central organizado. En cualquier caso, el arma fundamental de los partos fue la caballería. Los jinetes partos destacaban por su extraordinaria habilidad de monta y por su destreza en el uso del arco. Causaba terror el denominado «disparo parto», consistente en simular huidas y aniquilar luego a sus oponentes con tiros certeros. Pompeyo Trogo, historiador del siglo I a.C., lo describía así: «Luchan a caballo, ya lanzándose, ya volviendo grupas, y a menudo simulan la fuga para tener desprevenidos a sus contrarios que los persiguen». Así cayó la hueste de Craso en la batalla de Carras. También disponían de una caballería pesada, formada por los llamados catafractos o clibanarios, que actuaban como fuerzas de choque. Agrupados en nutridos contingentes, los jinetes estaban protegidos por pesadas cotas de malla –que también cubrían a los caballos– e iban armados con largas lanzas que sembraban el caos y la muerte entre la infantería enemiga. Debido a los altos costes del equipamiento, estas tropas estaban formadas por aristócratas. En cambio, la infantería arsácida parece haber sido débil.

Situado en el corazón del continente euroasiático, el Imperio parto fue una auténtica encrucijada de tradiciones culturales, religiosas y artísticas. Sin olvidar nunca su pasado nómada, los partos absorbieron elementos de la cultura persa, de la mesopotámica y también de la griega, que había arraigado en Asia Central durante el dominio seléucida; así, utilizaron el griego como lengua de burocracia y comercial, junto con el arameo y el pártico. Sin embargo, poco a poco fueron afirmando los valores específicamente persas; los monarcas adoptaron el título de Rey de Reyes y se consideraron sucesores directos de los aqueménidas, la última dinastía persa derrocada por Alejandro.
Un imperio multicultural

En el plano religioso imperaba también una enorme diversidad. La casa real parta, como buena parte de la población irania, era adepta del zoroastrismo, la religión oficial del antiguo Imperio persa aqueménida. En las ciudades mesopotámicas se mantenía la devoción a antiguos dioses orientales, como Bel, Nabu, Assur, Inanna, Anu, Shamash o Sin, muchos de los cuales se identificaban a su vez con las divinidades griegas. Así, Nabu, el dios babilonio de la sabiduría, se identifica con Apolo; Nanaya, la diosa sumeria del amor, con Artemisa, y Nergal, el dios sumerio del inframundo, con Hércules. Las grandes religiones monoteístas se hicieron también presentes. El judaísmo arraigó en zonas como Babilonia e incluso la casa real de Adiabene –principado en la frontera entre el Imperio parto y Armenia– se convirtió a esta fe; el budismo, originario del noreste de la India, se dejaba sentir en los confines del Imperio, y el cristianismo se difundió desde el siglo I d.C., como prueba la existencia de un obispo en Seleucia. Igualmente se propagaron nuevos cultos, como el mitraísmo –que tendría una espectacular expansión por los dominios romanos– y el maniqueísmo, religión que se basa en la existencia de dos principios encontrados: el bien y el mal; su líder, Mani, era un arsácida, aunque la expansión de su doctrina se sitúa al inicio del período sasánida.

Los partos tuvieron, asimismo, un papel decisivo en la creación de la Ruta de la Seda, la gran vía comercial que unía China con el Próximo Oriente y, desde allí, con el Imperio romano, por la que circulaban toda clase de valiosos productos, en particular los tejidos de seda. Tras establecer relaciones diplomáticas con la dinastía Han, los partos promovieron la ruta a través de sus dominios, garantizando la seguridad y las paradas para las caravanas y, a la vez, recaudando peajes y aranceles.

El año 224 marcó el final del dominio parto. Ardashir, príncipe de una pequeña ciudad de Persia, se alzó contra el rey Artabano IV y lo derrotó en la batalla de Hormuzjan. Poco después ocupó la capital, Ctesifonte. Proclamado Rey de Reyes e invocando la protección del dios Ahura Mazda, Ardashir dio inicio a un nuevo imperio persa y mesopotámico, el sasánida, que durante cuatro siglos se alzaría ante Roma y Constantinopla como una amenaza no menos temible que la representada por sus predecesores partos.

lunes, 20 de mayo de 2013

Lagos Banff


Los glaciares de las montañas Rocosas canadienses, desaguan con su particular color gracias a la erosión de los suelos rocosos, para terminar alimentando ríos, arroyos y lagos de agua turquesa. En el marco de un paisaje de montaña y bosques de coníferas terminan por conformar uno de los paisajes de montaña más bonitos del mundo.



El parque nacional Banff es el más viejo de Canadá, una enorme zona protegida donde se encadenan lagos como el Louise, el Lago Peyto, el Moraine, o el Bow, espejos de agua turquesa impresionantes por su coloración. Pero también, son atractivas formaciones como el majestuoso cañón modelados por arroyos (también de aguas turquesa) como el Johnston. Situado a unas dos horas de Calgary, en la provincia de Alberta, existe una carretera (Icefields Parkway) que conecta Banff con el Parque Nacional Jasper y Yoho, una ruta escénica que se cuenta entre las más espectaculares para recorrer en Canadá. Lo que sigue, es una selección de fotos de del entorno de los lagos y ríos turquesa de Banff, una forma de confirmar la belleza incomparable de la que hablamos:

























































 
 






















miércoles, 15 de mayo de 2013

Parque de Tortuguero

El Parque Nacional Irazú se encuentra a 30 kilómetros de San José, la capital costarricense, y se extiende en torno al más alto de los 112 volcanes del país. Su imponente silueta de 3.432 metros se despliega en una cúspide con cuatro cráteres y una terraza pétrea; en días despejados, desde el cráter principal se pueden observar los océanos Atlántico y Pacífico.


Costa Rica es un pequeño país centroamericano, que tiene 51.100 kilómetros cuadrados repartidos en un estrecho territorio, soporta el embate de los dos grandes océanos (separados aquí por apenas 119 kilómetros) y es uno de los dos sitios del continente que permiten bañarse en las cálidas aguas del Atlántico por la mañana y, unas horas después, ver el sol apagarse sobre el Pacífico.


Tierras de café

Unos 70 kilómetros al sudoeste de la región de Irazu, se encuentra Santa María de Dota, un paraíso agrícola en donde se produce una de las variedades de café gourmet más caras del mundo, el llamado "café de altura", cosechado entre los 1.400 y los 1.800 metros de altitud.
Dota es un pueblo austero, luminoso y limpio que se localiza en la denominada área de Los Santos, una zona muy poco conocida con valles tapizados de cafetales y aldeas concentradas alrededor de la iglesia que les da nombre. El espacio urbano presenta la típica división española: una amplia calle principal que fluye hacia la plaza, que a su vez está rodeada por la iglesia y el banco.
Aquí el tiempo parece haberse detenido hace décadas. No existen las grandes haciendas cafetaleras, la gente es sencilla, conservadora y con un fuerte sentimiento de tradición costarricense. A mediados del siglo XX, José Figueres Ferrer, un agricultor de Santa María de Dota, se alzó en armas contra un fraude electoral, libró una breve guerra civil y finalmente, tras pactar un acuerdo con el partido comunista y la Iglesia católica, se proclamó presidente de la República, abolió el ejército y convirtió a Costa Rica en el primer país del mundo sin fuerzas armadas.

La región de Los Santos, por su proximidad al Parque Nacional de Tapantí y Macizo de la Muerte y a la Reserva Biológica de Savegre, es un buen lugar para observar el quetzal, una de las especies de aves más vistosas de las que pueblan Costa Rica. Su plumaje verde y escarlata centellea entre la espesura de los helechos y las higueras silvestres, como una demostración del carácter sagrado que le atribuían los antiguos mayas. A medio camino entre Los Santos y el parque de Irazú aparece el valle de Orosi, un desfiladero delimitado al norte por el lago represado de Cachí y al sur por la cordillera de Talamanca. Los cafetos o arbustos del café dominan el paisaje que envuelve las poblaciones coloniales de la zona.

Aquí se erigen las iglesias más antiguas de Costa Rica: las ruinas de Nuestra Señora de la Limpia Concepción, que datan de 1693 y se hallan en la aldea de Ujarrás, a orillas del lago Cachí; y la parroquia encalada de San José, construida por los franciscanos entre 1743 y 1766 en el pueblo de Orosi. Esta última localidad es célebre, además, por sus piscinas termales que recogen las aguas calientes que manan de las colinas cercanas.



Parque del Volcán Poás


La reserva de la cordillera volcánica Central, a 41 kilómetros de la capital costarricense forma parte de la red de 28 parques nacionales y áreas silvestres protegidas de Costa Rica, que ocupan más del 20% del territorio y en donde se atesora el 5% de la diversidad biológica del planeta.
Con 2.708 metros de altitud, el Poás alberga en su cráter principal una laguna de color verde esmeralda, cuyas aguas alcanzan los 500 grados centígrados y están saturadas de ácido sulfúrico.
Alrededor de la boca del cráter, que mide 1,7 kilómetros de diámetro, se derrama el bosque tropical vastamente,
repleto de colibríes, quetzales, tucancillos verdes, gatos de monte y una variedad del cerdo salvaje llamada saíno.

En la ladera este los senderos recorren una espesura poblada de robles, azahares de monte y cipreses blancos, recubiertos por líquenes y musgos. En este sector, aunque un poco más al norte, las cinco cascadas de La Paz vierten sus aguas en medio de una selva impregnada de gotas pulverizadas. Un sistema de escaleras de madera y pasarelas metálicas se acerca hasta casi tocar esas blancas cortinas de agua.


Otro volcán, el Arenal, es un gigante tímido que se pasa la mayor parte del tiempo oculto bajo un espeso manto de nubes. Se eleva hasta los 1.670 metros de altitud y tiene cuatro cráteres que se han mantenido activos durante los últimos 45 años. La distancia prudente que mantiene el poblado de La Fortuna permite apreciar el espectáculo nocturno de las coladas de lava ardiente que descienden por las laderas del volcán.

Se mantuvo en silencio durante 500 años, hasta el punto que se lo consideró extinto y se lo llamó cerro Arenal. En julio de 1968 su humor volcánico despertó, la presión interna abrió tres nuevos cráteres y arrasó los poblados de Tabacón y Pueblo Nuevo. Cuarenta años después, Tabacón se ha transformado en un centro balneario con múltiples piscinas que aprovechan las aguas termales que manan del volcán, a una temperatura de entre 37 y 390 gracos centígrados.

Bajando desde La Fortuna por una estrecha carretera que se escurre entre las montañas y atraviesa la llanura de San Carlos, se llega al borde sudeste del Parque Nacional Braulio Carrillo. Allí se descubre la magnitud de un bosque que no ha sido nunca intervenido por el hombre (estas zonas reciben la denominación de "bosque primario") y se hace evidente que la lengua castellana carece de los matices necesarios para reflejar las infinitas variaciones del color verde.





El bosque más puro


Localizado a 24 kilómetros de San José, el Parque Nacional Braulio Carrillo es una nave biológica de 47.586 hectáreas que protege un complejo ecosistema con cinco clases de bosque intacto. Alberga más de 6.000 especies vegetales, 515 especies de aves y una enorme variedad de mamíferos, entre los que se incluyen jaguares, pumas, osos hormigueros, saínos, monos y tepezcuintles, uno de los mayores roedores del continente. En el extremo norte de la reserva, fuera ya de sus linderos, se halla la estación biológica La Selva, un proyecto privado de 3.000 hectáreas en donde más de 300 investigadores estudian la migración de las especies y el impacto del calentamiento global sobre las criaturas más sensibles, como la pequeña rana roja y azul (Oophaga pumilio). El Braulio Carrillo y la estación La Selva son como un gigantesco laboratorio vivo, pues constituyen el último corredor biológico de bosque original que sobrevive en Centroamérica.


Las costas del Caribe, a 30 minutos en avioneta desde San José donde destaca Puerto Limón que es la ciudad mejor conectada de la zona y el punto de partida para alcanzar el Parque Nacional Tortuguero, a cuatro horas en lancha. Durante la ruta, envueltos por un bosque lluvioso en cuyas ramas se posan tucanes y oropéndolas, canales, lagunas y ríos con playas arenosas en las que dormitan los caimanes. El canal de Tortuguero, que fue construido entre 1966 y 1974, discurre paralelo a la costa atlántica y constituye en la actualidad la única vía de acceso al parque nacional.




Un edén para tortugas


Ubicado en el extremo norte del país y recostado sobre la costa del océano Atlántico, el parque de Tortuguero abarca un área de 31.187 hectáreas terrestres y 52.000 marinas. Es el hogar de especies en peligro de extinción como el manatí y el pez gaspar, pero es conocido sobre todo como el lugar donde cuatro especies de tortuga (baula, carey, verde y caguama) vienen a enterrar sus huevos cada año, entre los meses de julio y octubre.

Esta frondosa región es la zona más húmeda del país, con una precipitación de 6.000 mm de lluvia al año y donde mantenerse seco podría decirse que resulta una utopía. Durante los años 1980 su densa selva albergó los campamentos de la Contra, aquella guerrilla liderada por Edén Pastora que luchó contra el régimen sandinista.

Limón es hoy el principal puerto del país y también la vía de ingreso del combustible y de casi todas las mercancías que llegan a Costa Rica. Esta importancia estratégica, sin embargo, no se aprovechó hasta finales del siglo XIX, con la construcción de una línea de tren que sacó a la región de su aislamiento y la conectó con la capital (se renovó y reabrió para pasajeros en 2009). El tendido de la vía férrea fue realizado en su mayoría por inmigrantes jamaicanos, africanos negros y chinos que, unidos a los indígenas locales, dieron origen a una identidad mestiza que es radicalmente diferente a la del resto de Costa Rica.

La cultura de Limón es de raíz africana y muchos limonenses hablan inglés y mekateliu (dialecto que fusiona inglés, francés y castellano), y comen platillos caribeños como el rice and beans y el plantintá, unas empanadas dulces de plátano maduro y coco.

El Caribe costarricense despliega una amplia zona de playas y arrecifes de coral al sur de Puerto Limón. El Parque Nacional de Cahuita (1.067 ha terrestres, 600 de arrecife y 22.400 marinas) es la reserva que mayor diversidad de paisajes posee.

Lagos Bandi Amir

Los lagos Bandi Amir son una serie de estanques naturales encadenados, formados por curiosas represas naturales de mármol, con el entorno de montañas de formas que parecen esculpidas.










Misty Fiords

El Monumento Nacional Misty Fiords en Alaska, lo llaman “El Yosemite del Norte”.
Gigantescas paredes de granito de hasta 70 millones de años esculpidas por glaciares, y con hasta 900 metros, encierran profundos valles con espejos de agua, muchos de ellos, pocas veces explorados.
Se suman estuarios envueltos en niebla, cascadas con cientos de metros de altura, los lagos de aguas azules intensas, y un bosque que parece querer cubrirlo todo.


Alaska

Es un paisaje indómito, tapizado por densos bosques y selvas de clima templado, y poblado por osos, cabras, ciervos, y en el agua, ballenas, orcas y lobos marinos, que en raras ocasiones tuvieron contacto con un ser humano.