viernes, 5 de octubre de 2012

Guerras cántabras

Tras convertirse en el dueño de Roma, Augusto decidió terminar la conquista de Hispania. En el año 26 a.C. emprendió una dura campaña en el norte peninsular, pero fue su general Agripa quien acabó con la resistencia cántabra siete años después


Cuenta el historiador romano Suetonio que un miedo cerval se apoderaba de Augusto ante los rayos y truenos, y que siempre portaba en su equipaje una piel de foca con la que cubrirse ante una tormenta, poniéndose a buen recaudo en un lugar recóndito o abovedado. Éste fue el talón de Aquiles de Octaviano, el hombre que se había erigido en vengador de Julio César, que había acaudillado el bando vencedor en las guerras civiles contra los asesinos de éste, que más tarde había derrotado en Actium a las fuerzas de Marco Antonio y Cleopatra, y que había devuelto la tranquilidad a la República y los poderes al Senado. Esta última institución le confirió el título de Augusto y un consulado vitalicio, y le otorgó el mando de las tres provincias militares más importantes: la Galia, Hispania y Siria. Nadie había concentrado nunca tanto poder ni había merecido tanta confianza del Senado. De este modo, Augusto se constituyó en primer emperador de Roma. Era el 16 de enero del año 27 a.C., y compartía el consulado con Agripa, su general de máxima confianza.

Sin embargo, había unas expectativas que colmar: todos los grandes dirigentes republicanos se habían acreditado ante Roma como conquistadores y Augusto, por el momento, sólo tenía en su haber victorias contra romanos. Necesitaba hacer valer las armas de Roma en las fronteras, y para ello partió hacia las provincias de Occidente. En Roma se esperaba que tomara el camino de Britania, hacia donde César había lanzado ya dos expediciones exploratorias, pero el destino era otro. Tras pasar por la Galia, Augusto marchó hacia Tarraco (Tarragona). Allí asumiría los consulados de los dos años siguientes, 26 y 25 a.C., mientras emprendía el final de la conquista peninsular.



Dificultades en Hispania


Pacificar por fin Hispania, acabar lo que nadie había podido terminar antes durante centurias, aparecía como un objetivo de largo alcance político. La empresa entrañaba, además, un prometedor futuro económico con la explotación de las riquezas auríferas de los astures y de las minas de hierro cántabras en beneficio de la economía imperial, y estas jugosas expectativas alimentaban las ambiciones romanas.

Sin embargo, ninguno de estos motivos, ni la alta política imperial, ni la culminación del proceso conquistador, ni los móviles económicos, constituyó, en apariencia, el detonante de las guerras, que supuestamente fueron consecuencia de las expediciones de saqueo realizadas por los cántabros sobre tierras de los vacceos, sus vecinos del sur, perturbando la paz de los territorios conquistados por Roma.

Cuando Augusto llegó a Hispania, las operaciones ya estaban en marcha. De hecho, se tiene constancia de varios triunfos romanos anteriores. A decir del historiador romano Dión Casio, en el año 29 a.C. el general Estatilio Tauro habría sometido a vacceos, astures y cántabros. En realidad, lo más que cabe entender es que los primeros, los vacceos, fueron definitivamente pacificados, y que con ese avance se ponían las bases para consolidar las ofensivas posteriores. Otro historiador, Diodoro de Sicilia, cita a los vacceos como aliados de cántabros y astures, por lo que, dadas estas alianzas, resulta complejo asumir que dos años después haya un conflicto por saqueos cántabros sobre los territorios vacceos. Seguramente el suministro de grano durante las operaciones militares fue un problema severo para cántabros y romanos, y tal vez hacerse con el cereal de las despensas vacceas fuera clave para los cántabros a la hora de asegurar la resistencia ante las legiones.

En enero del año 28 a.C., otro general, Cayo Calvisio Sabino, merece un triunfo ganado en Hispania, y dos años más tarde, en febrero del año 26 a.C., Sexto Apuleyo gana otro reconocimiento similar. Está comúnmente asumido que estos triunfos reconocen operaciones contra los pueblos del norte, pero no hay pruebas definitivas de que sea así. Desde esta perspectiva, la llegada de Augusto se habría abordado como la decisión providencial por parte del emperador de terminar con un problema al que algunos de los más experimentados militares de Roma no podían poner fin. Con Augusto, la atención de Roma se centró en las guerras, y la información sobre la contienda aumentó hasta distorsionar lo ocurrido, para mayor gloria del emperador.

En el teatro de operaciones se movieron hasta siete legiones. Cuatro de ellas (V Alaudae, VI Victrix, IX Hispana y X Gemina) parecen haber actuado en el frente occidental, centrado en los astures, y las otras tres (I Augusta, II Augusta y IV Macedonica) se ocuparon del frente cántabro. A estas fuerzas se les añadieron varias alas de caballería y varias cohortes de auxiliares, hasta sumar en total no menos de 30.000 efectivos. Augusto estableció la base de operaciones en Sasamón (Burgos). Desde allí partió una ofensiva hacia el norte en forma de tridente, una maniobra con tres columnas de tropas para abrazar en su avance todo el ancho del territorio.Pero la campaña del año 26 a.C., dirigida por el emperador, se cerró con un fracaso: los cántabros no presentaban batalla y hostigaban los avances de las tropas romanas sin que éstas lograran victorias efectivas. La frondosidad de los bosques ayudó a las escaramuzas por sorpresa, pero hoy la arqueología demuestra que la línea de avance romana desde el interior hacia la costa siguió por lo alto de los cordales montañosos, y no por los valles, lo que hubiera hecho muy vulnerables a las legiones.


Triunfos efímeros

La batalla escamoteada acabó por frustrar al emperador. Dión Casio habla de«fatiga y preocupaciones», e indica que Augusto, enfermo, se retiró a Tarraco para reponerse. Según Suetonio, un episodio lo marcó profundamente: «Durante una marcha nocturna en su expedición contra los cántabros, un rayo pasó rozando su litera y mató al esclavo que le precedía para alumbrarle». Resulta un tanto extemporáneo imaginar a Augusto inmerso en plenas operaciones militares y desplazándose en litera; tal vez fuera porque ya estaba enfermo. Suetonio también completa el retrato de las tribulaciones imperiales. Narra que en esta campaña se le manifestaron dolencias que no le abandonarían durante el resto de sus días: «Una fluxión hepática lo redujo a la desesperación». Le aplicaron tratamientos de signo contrario y escasa eficacia, primero compresas calientes y luego frías.

Un episodio despertó la cólera de Augusto, el protagonizado por el «bandido» Corocotta. El mito que se ha creado sin demostración fehaciente vincula este personaje a los cántabros. El emperador ofreció 250.000 sestercios –una fortuna– a quien lo capturase, y el propio Corocotta se presentó a cobrar esta cantidad. El emperador, magnánimo, asumió haber caído en su trampa y le pagó, dejándolo marchar después.

Tras la retirada de Augusto, tomó el mando un experimentado general, Antistio, y en la campaña de 25 a.C., los acontecimientos se precipitaron. El aprovisionamiento de grano se había tornado un grave inconveniente para los romanos, pues cuenta el geógrafo e historiador Estrabón que una plaga de ratones puso en peligro el abastecimiento y se llegaron a promover recompensas por la captura de roedores. Desde Aquitania, en tierras galas, llegaron suministros por mar y un desembarco de tropas por la retaguardia costera. Los cántabros empezaron a presentar batalla en sucesivos escenarios que aún no se han identificado inequívocamente: bajo las murallas de Bergida o Attica, en el elevado monte Vindio, «donde creían que antes subirían las olas del océano que las armas romanas», y en el monte Medulio, a cuyos pies los romanos «cavaron un foso continuo de quince millas». Las legiones avanzaban de manera inexorable y los cántabros rodeados prefirieron el suicidio «con el fuego y con el hierro» a la rendición; en una suerte de último banquete con tintes rituales se inmolaron «con un veneno que allí se extrae comúnmente del tejo». En el frente astur, una traición de los habitantes de Brigantia advirtió a Carisio de que los astures habían bajado de las montañas y se disponían a atacar. Éstos se refugiaron en Lancia y los romanos expugnaron la ciudad.

Augusto estuvo más vinculado al frente cántabro, pues las victorias que culminaron con la claudicación del monte Medulio «parecieron al Senado –según el historiador Floro– dignas del laurel, pero tan grande era ya César, que despreció encumbrarse más con un triunfo». La cita da idea del tono laudatorio de las fuentes que narran las guerras cántabras y de lo distorsionadas que nos llegan las noticias de lo ocurrido. En Roma, el emperador fue recibido con el cierre de las puertas del templo de Jano, que se mantenían abiertas en caso de guerra, con lo que se reconocía la pacificación del Imperio, y los escritores de corte celebraron al victorioso príncipe. Horacio escribió: «Reducido está a servidumbre nuestro viejo enemigo de la frontera hispánica, el cántabro domado con tardía cadena», «al que no se le había enseñado a soportar nuestro yugo».

Al llegar a la capital, Augusto dedicó un templo en el Capitolio a Júpiter Tonante, la deidad de los rayos y truenos, «por haberle salvado del peligro». Suetonio recuerda que el resto de su vida visitó a menudo el templo. El emperador había ganado la guerra a los ojos de Roma, pero los cántabros no estaban pacificados y se sucedieron las revueltas. El episodio definitivo ocurrió en 19 a.C. Según Dión Casio, los cántabros esclavizados asesinaron a sus dueños, huyeron y retornaron a su tierra. Agripa llegó desde Sicilia y exterminó a «los enemigos en edad militar». Había sido preciso el mejor general para ultimar la guerra, pero, entretanto, se había forjado el mito de los cántabros indómitos.

Templarios en Tierra Santa



Fundado en Jerusalén tras la primera cruzada, el Temple unía ideales monacales y guerreros. Su creación marcó un hito en el proceso de santificación de la guerra y la caballería impulsado por la Iglesia, y su rígida organización prefigura la de los ejércitos modernos.

En 1146, Luis VII de Francia se embarcaba camino de Tierra Santa como cruzado. No tardó en darse cuenta de que allí se enfrentaba a un enemigo de distinta naturaleza de los que habían sido hasta ahora sus adversarios. Durante una marcha militar por Asia Menor, permitió que la vanguardia de su ejército se separase del resto de la columna para acampar en Cadmos, lo que permitió a los turcos asestarle un duró revés militar. A partir de aquel desastre el rey francés se rindió a la evidencia y confió el mando de las operaciones a Evérard de Barres, maestre de la orden del Temple, una nueva fuerza militar creada en Jerusalén en 1118 o 1119, pocos años después de su conquista por la primera cruzada. Su finalidad era proteger a los peregrinos que acudían a la Ciudad Santa, pero más tarde asumió la defensa de los Estados latinos creados en Oriente.

Tras el revés de Cadmos, Luis VII vio en los templarios un ejemplo de disciplina y valor militar, y ordenó a sus hombres que se comportaran de manera parecida. Pero ¿qué ofrecían militarmente los templarios al monarca francés y a otros líderes cruzados? Encontramos la respuesta en la Regla del Temple, un conjunto de normas de conducta que constituye un compendio de saberes bélicos cimentados en años de enfrentamientos con el enemigo musulmán en Tierra Santa.


Las cualidades del templario

Desde un punto de vista bélico, los templarios han pasado a la historia por su arrojo y su combatividad. Cuando san Bernardo de Claraval, ardiente defensor de las cruzadas, redactó el Elogio de la nueva milicia, una especie de panegírico de la orden templaria que acababa de nacer, anticipó algunas cualidades de estos combatientes que acabarían siendo plasmadas en su Regla. Decía san Bernardo que esta milicia, en contraste con la «malicia» encarnada por los caballeros ordinarios, era disciplinada y obediente, no tan preocupada por la gloria mundana como por servir a Dios. Disciplina y obediencia eran, pues, valores supremos que Bernardo anticipaba en su elogio: «Se guarda perfectamente la disciplina y la obediencia es exacta».

Esta disciplina se manifiesta de múltiples maneras. Los caballeros avanzan por escuadrones y en silencio, y si uno debe comunicarse con otro tiene que ir hacia él cabalgando «a sotavento», para que el polvo que levanta su montura no moleste al resto de jinetes.Si se hallan en tierra enemiga y el portaestandarte «pasa de largo» ante una corriente de agua, los caballeros harán lo mismo. No puede ponerse el yelmo sin permiso, pero cuando recibe la orden de ponérselo ya no se lo puede quitar hasta que sea autorizado a ello. Cuando acampan, los escuderos que van a buscar forraje para los caballos o leña, y los propios caballeros, sólo pueden alejarse hasta donde oigan el grito o la campana, para reunirse cuando sea necesario.

Los templarios, pues, no marchaban nunca como una banda desorganizada, en tropel o impetuosamente, ni se precipitaban de forma impulsiva contra el enemigo, sino que «guardan siempre su puesto con toda precaución y prudencia imaginables». Pero esa prudencia no es incompatible con un coraje destacable, pues «se lanzan sobre sus contrarios como si las tropas enemigas fueran rebaños de ovejas, y, aunque son muy pocos, no temen, de ninguna manera, a la multitud de sus adversarios ni su bárbara crueldad».

Su compromiso con la causa divina se reflejaba asimismo en una apariencia externa rigurosa, austera, castrense: «Llevan el cabello rapado […] nunca se rizan el pelo; se bañan muy raras veces; no se cuidan el peinado, van cubiertos de polvo y negros por la cota de malla y por los vehementes ardores del sol». A la hora de lanzarse a la batalla, estos nuevos caballeros se arman interiormente con la fe, y externamente con los mejores caballos de guerra, rápidos y ligeros, carentes de todo ornamento, pensando más en el combate mismo que en el «fausto y la pompa», aspirando más a la victoria que a la vanagloria, a diferencia de los engreídos caballeros mundanos. Las ideas de Bernardo de Claraval se reflejaron en la Regla del Temple y sus ampliaciones hasta el siglo XIII. En este estricto código de conducta son precisamente el orden y la disciplina las cualidades más valoradas en el «hermano caballero», que constituía la base militar de la Orden. Cualidades cuya puesta en práctica ha permitido afirmar que los templarios inventaron nuevas técnicas guerreras, desconocidas hasta entonces en Europa occidental y Tierra Santa. ¿Y en qué consistían estas innovaciones?


Un perfecto orden de batalla

La Regla ordenaba con precisión el orden de combate a la hora de lanzar una carga de caballería, la más potente y devastadora arma empleada por las huestes cristianas contra los ejércitos musulmanes en los siglos XII y XIII. Según los preceptos de la Regla, la hueste templaria se dividía en escuadrones, al frente de cada uno de los cuales se situaba un mando señalado, maestre o mariscal. Estos escuadrones se situaban en primera línea, y detrás los secundaban escuderos que portaban las armas y cuidaban de los caballos de refresco. Cuando se lanzaba la carga, los escuderos debían seguir de cerca a su escuadrón, preparados para socorrer a los caballeros heridos así como para reemplazar las monturas caídas en el primer choque, pero sin participar en la carga, protagonizada por los caballeros.

Si su ejecución era buena, una carga de caballería pesada era un arma demoledora. Y un espectáculo imponente. Durante la primera cruzada, la princesa bizantina Anna Comnena afirmó en su Alexiada, una crónica de la época, que un caballero franco pesadamente armado podía traspasar las murallas de Babilonia. En tal sentido, los templarios eran deudores del armamento popularizado en Europa occidental desde finales del siglo XI, consistente en una cota de malla que cubría cabeza, torso, brazos y piernas hasta la rodilla, un casco cónico, un caballo fuerte de combate (destrier), un escudo, una lanza larga y una espada de doble filo. Pero para que la carga fuese efectiva resultaba imprescindible que los caballeros actuasen con total cohesión. Éste es el aspecto en que más insistieron las normas templarias, expuestas en la primitiva Regla y en unos Estatutos jerárquicos, fechados entre 1165 y 1187, que cargaban las tintas en la jerarquía militar de las huestes, en la organización de marchas y campamentos y en la articulación de los escuadrones en el momento crucial de la batalla.

Para lograr que esta articulación resultara efectiva se esforzaron especialmente por regular el uso de las banderas, auténticos emblemas de la disciplina templaria, que marcaban el inicio de la acción, el reagrupamiento de los combatientes y la retirada del campo de batalla. La bandera era el elemento sacrosanto que marcaba la actuación de templarios en combate. Siempre que una de ellas estuviera izada debía perseverarse en la pelea. Quien desertaba mientras una bandera siguiera ondeando en la refriega era castigado con la pena más severa: la expulsión de la Orden y de la casa templaria. Recibía un castigo similar aquel que cargaba sin permiso de un superior y con ello comprometía el destino del resto de la hueste.

Los reglamentos templarios también quisieron legislar sobre el papel de los sargentos, –sergents, los auxiliares de los caballeros– y del portaestandarte, así como sobre las características del equipo militar templario, en el que estaban prohibidos el oro, la plata y los adornos en armas y correas. También se preocuparon de velar por la manutención de los caballos y su equipamiento.


Héroes de las cruzadas

A tenor de lo dicho, no sorprende que los ejércitos cruzados acostumbraran a situar a los templarios en las vanguardias y retaguardias de las columnas en marcha. Así lo hizo Luis VII de Francia tras el desastre de Cadmos. Y en 1192, Ricardo Corazón de León lideró una épica marcha de Acre a Jaffa, en la que los templarios desempeñaron un papel de primer orden en la conducción de la columna cristiana, acribillada por las saetas del enemigo. Pero los templarios también cometieron graves errores. En 1187, Guy de Lusignan, rey de Jerusalén, decidió mover su ejército de un lugar seguro, asesorado por Gérard de Ridefort, un nefasto maestre del Temple; el resultado fue la tremenda derrota cristiana de Hattin a manos de las tropas de Saladino, sultán de Egipto.

Por su reglamentación militar, los templarios y otras órdenes proporcionaron una disciplina colectiva de cuerpo a un mundo caballeresco hechizado por las proezas individuales. Frente a éstas, la organización templaria de la carga de caballería no era sino el triunfo de un planteamiento en el que la actuación individual quedaba completamente subordinada a lo colectivo. La organización en escuadrones, el uso de uniformes distintivos –como el manto blanco con una cruz roja en el pecho– o el empleo de banderas para dirigir las operaciones anticipan métodos asumidos por los ejércitos modernos.

Es cierto que las huestes templarias sufrieron serios reveses, como el de Hattin, o el de La Forbie en 1244, frente al sultán Baybars. Pero no es menos cierto que hubo otras ocasiones en las que los caballeros del Temple destacaron por su abnegación heroica ante un futuro más que sombrío. Así sucedió en 1291, cuando hicieron todo lo que estaba en sus manos para defender la plaza de Acre, el último reducto cristiano en Oriente. En aquella ocasión, los templarios, sacrificándose como habían hecho muchos de sus antecesores, resistieron el ataque de los musulmanes que intentaban introducirse por las brechas de las murallas, que se desmoronaban por el bombardeo enemigo. Guillermo de Beaujeu, el último maestre templario en Tierra Santa, murió peleando durante el asalto definitivo de los mamelucos, cuando todo estaba perdido.

Es posible que la mitificación posterior de los templarios hundiera en parte sus raíces en un modo de combatir que, durante los siglos XII y XIII, influyó en el arte de la guerra en Europa occidental. Es factible imaginar que los templarios pudieron sentar ciertas bases de lo que sería la disciplina y la cohesión de los ejércitos modernos, donde uniformes y banderas serían ya elementos corporativos e imprescindibles.

Vivir en la Edad Antigua

 

Los humanos han tenido un largo y complejo camino evolutivo a diferentes niveles, desde aquel momento en el que como Homo Sapiens éramos apenas diferentes de otros homínidos hasta nuestros días. 


Llegamos a la Edad Antigua, un período realmente fascinante en la historia de la humanidad, en el que surgen las primeras grandes civilizaciones y potencias del mundo.


La Edad Antigua y los clásicos



Los historiadores suelen llamar Edad Antigua a un enorme período de tiempo que abarca cerca de unos 5.000 años en el cual como habrán de imaginar, hay que hacer otras tantas subdivisiones. En primer lugar, dentro de todo lo que se suele llamar la Antigüedad, entrarían los períodos de los que ya hablamos: Edad del Cobre, del Bronce y del Hierro.

Pero a su vez, todo este período no nos permite realizar un corte en el tiempo y señalar que a partir de un año en particular comienza uno o culmina otro, sino que nos sirve para orientarnos. Además, cada civilización tiene características diferentes, por lo que su desarrollo no siempre coincide con el de otras contemporáneas.



Con esto claro entonces, ahora señalemos que dentro de la extensa Edad Antigua, también reconocemos otro período particular conocido como la Antigüedad Clásica, que se enmarca entre el surgimiento y desarrollo de la escritura junto con el de las primeras grandes civilizaciones como la Mesopotámica, Egipcia, Maya, China, Griega y Romana, entre otras, y la caída de este último imperio, en el siglo V d.C. De forma similar, se le suele llamar Período Clásico al que refiere al de las civilizaciones Greco-Romanas de entre los años 500 a.C., y 500 d.C.



Características de la Antigüedad




Urbanismo

Si bien para poder comprender la Antigüedad habría que estudiar a cada una de las civilizaciones antiguas por separado, este período se caracterizó por el desarrollo del urbanismo, de la vida en grandes ciudades con edificios dedicados especialmente a determinadas funciones tales como academias, centros urbanos, templos, cuarteles, etc.


El poder del rey y la estratificación social

El poder ahora pasa a estar centralizado en la figura de un rey: la máxima figura de un nuevo modelo de sociedad; en la que existen distintos estratos sociales que van desde el rey a los esclavos. Cada estrato social tenía sus derechos, responsabilidades y recursos económicos, todo regulado por su poder y su lugar en dicho estrato.


Religiones politeístas y organizadas

En su gran mayoría, las religiones son de tipo politeísta y poseen un exotismo sumamente interesante, el cual más tarde la Iglesia Católica se encargaría de destruir. La religión de las culturas egipcias y mayas, por ejemplo, incluían rituales humanos y coloridas ceremonias. Otro buen ejemplo del politeísmo, y de esta característica diversidad en cuanto a las deidades, era el de la cultura griega, tan presente aún en nuestros días en los mitos, la literatura y en especial en la Astronomía. La religión para entonces estaba muy organizada, tenía un punto de encuentro (los templos) y una gran importancia para los hombres puesto que explicaba la realidad y como esta funcionaba.




Perfeccionamiento de la metalurgia y desarrollo del militarismo

Todos los avances de la época Antigua enmarcados dentro de las edades de los metales (Cobre, Bronce, Hierro) para entonces fueron perfeccionadas y empleadas para toda clase de complejas y nuevas herramientas, en especial para las armas, la agricultura y el transporte. El militarismo se vio fuertemente beneficiado por la invención de nuevas y eficaces armas de combate, desde espadas, hachas y puntas de flecha a cascos, escudos y sofisticadas armaduras.


Sistema de escritura, desarrollo cultural y construcción de monumentos

La escritura se desarrolló también de forma excepcional, hoy conocemos todas estas características gracias al análisis de los textos, jeroglíficos, escrituras y tallados en piedra que sobrevivieron a todas aquellas batallas. Este perfeccionamiento de la escritura refiere así a una nueva forma de producción cultural e intelectual que permitía el registro de historias, mitos religiosos, formas de vida y conocimiento, por ejemplo en cuanto a las construcciones. Partiendo de este último punto cabe señalar que en este período es cuando también se comienzan a construir los monumentos y las maravillas, una nueva forma de pensar la arquitectura y la construcción, ahora los edificios no solo se construyen para ser habitados sino que también para rendir honores.